Cuenta el padre Marchi en su libro sobre la aparición de la Virgen en Fátima, que el 13 de octubre de 1917, para la última venida de la Señora, las mujeres piadosas del lugar adornaron con guirnaldas de flores el sitio donde la Virgen posaría sus pies. En la fe sencilla de este pueblo que caminaba sin remedio posible hacia el vacío de Dios, la Santísima Virgen acudió en su auxilio para devolverle sólida la fe. Así de sencilla, como la Madre de Dios misma, vino a posarse también en su pedestal catorce años después, la Virgen del Rocío. En ese tronco de fe viva que es su ermita, que como Lázaro revivió del sepulcro, no pudo quemarse el amor a María. Y de nuevo llegó gloriosa para quedarse, ya para siempre, sus pies posados en Málaga.

En este tiempo de cambios, cuando todo se cuestiona y relativiza, cuando todos queremos tener la razón, cuando la caridad casi se ha disipado y nos hacen creer que la esperanza puede ser comprada. Cuando la fe parece que se apaga por el viento que arrecia desde fuera e incluso nosotros mismos pisoteamos de vanidad la llama viva. Cuando todo parece un caos, siempre está Ella, sobre una columna elevada, la Madre de Dios y nuestra, para poner orden, para traer la paz en sus labios, para conciliar con sus manos.

Ahí está con sus ojitos bajos, suspirando de amor por nosotros. Ahí está con los brazos extendidos para darnos ese abrazo, que no hay día que nos falten, aunque no queramos darnos cuenta. Ahí está, dispuesta a echar andar si nos olvidamos de Ella, en este tiovivo que es el mundo, girado como un torbellino por todo lo que nos aleja de la luz. A nuestro encuentro siempre viene para calmar las tormentas, para despejar corazones, para deshacer nudos, para sembrar inocencia, para alumbrar oscuridades, para abrir ventanas cuando se tabica una puerta. Y que entre Dios...

En estos tiempos en los que olvidamos las fotografías sepias, que lo interpretamos e inventamos todo a nuestra manera, y que casi ni olemos el humo de iniquidad que todo lo va devorando, ahí siempre está, la Azucena en el fanal de su ermita, para traspasar todo muro con su esplendor, derribando las fronteras del individualismo que conduce a la soledad, y para marcar con el fuego de amor eterno nuestro corazón. La Virgen siempre está presente, solícita. Y sobre ángeles blancos viene a buscarnos, así, tan guapa, vestida de Gracia Plena, diciéndonos: «¿No estoy aquí que soy vuestra Madre?» Y echa a caminar hacia nosotros en su pedestal de plata. A pasito corto viene a nuestro encuentro. Porque hoy, mañana y siempre, puede ser Martes Santo si así lo queremos.

Y en esta absoluta certeza viene andando en su trono. Vemos que el sol que la viste se balancea en las trasparencias del cielo. Desde las alturas llueven los pétalos, y hasta el arroz, «que se casa la Virgen María», y siempre, por Ella, qué abundancia de dones nos regala el Señor. En esa calle de los reencuentros, río blanco de vítores, Cruz Verde enlucida, se oyen más los silencios. El de los rezos hacia adentro. Los que la Virgen viene atenta escuchándolos. Y sigue brotando este río, fuente de agua viva, que inunda las miradas de los que le regalan sus lágrimas para que las vaya guardando entre las blondas de su pecho. Al pasar, nunca de largo, comprendemos que en su manto cabemos todos. Viene tan rebonita con sol del atardecer que hasta le tienden una escalera disfrazada de Tribuna para que no deje de presumir por sus peldaños. Y sigue cogiendo piropos al vuelo, siempre sonriendo. Siempre agradecida. Siempre mirándonos. Y después recibe oraciones en cantos de palomas al vuelo, en esa pequeña custodia, donde la caridad no se agota y hasta la estameña es caricia al dar la misma vida. Se filtra la luz entre los árboles, en una Alameda de sueños, rayos de la misma gloria que perfuman de incienso las mejillas de esta Novia. Y sube como Reina esa calle, la más bonita de España, esta primicia de Virgen, de Málaga siempre enamorada. Y retuerce su camino para que todos la vean, hasta que más pétalos, que siempre nieva, intentan rozarle la cara. «¡Qué viene, mira mamá, qué guapa!», le dice con su manita ese niño adorado. Y el padre lo levanta. Y la abuela que se persigna siempre recordando y la mira embelesada. Vuelve a caminar, y ahora es una flauta de marfil la que le entona una nana, pues a la Madre de Dios se la acuna, como a una paloma blanca. Y de nuevo llega a la plaza, que de la Merced se llama, aunque existan de hierro cadenas de libertad disfrazada, que no es más libre el que puede imponer, si no el que deja oír el rezo de bambalinas sin dar sombra a su cara. Qué la libertad plena es obelisco que tiene forma de cruz alzada. Y sube y sube María, camino de la Victoria. Y la luna, hace ya un rato, ha venido a encenderla de nácar.

Cuando arribas, Madre nuestra, en el puerto de tu casa, hasta las velas han florecido de tanto amor a tus plantas. Es Martes Santo, Señora, sí, hoy, y lo puede ser mañana, porque siempre será este día aunque te veamos en una estampa. Y vienes siempre, Rocío, con una corona adornada, la fundida con los besos que se te han ido posando en la cara.