Planchaba la túnica con un ojo puesto en la cafetera que calentaba un amanecer especial. Aseaba a su madre y la sentaba frente al televisor. Un dulce beso en la mejilla y un canal local sintonizado. Andaba como loca, preparando un bolso enorme lleno de chocolatinas, agua, penas y deseos. Alegrías y desencantos. Subió la persiana y abrió de par en par la ventana. Respiró profundamente y cientos de años de sal y de cera. De incienso y rosas. De azahar milenario, entraron mezclados con el oxígeno en sus pulmones. Sonrió al ver el azul infinito regado con una nube blanca que le recordaba al algodón de azúcar que le compraba su padre en La Alameda. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya iba tarde. Como casi siempre en su vida. Se tiró en plancha sobre un pequeño colchón donde dormía con sus dos niños. Entre risas y besos los despertó mientras les metía los nervios de la salida. Un gran desayuno con churros y un baño rápido. Calle Parras esperaba. Los besos a la abuela sabían a obrador recién abierto. Entre lágrimas de emoción, la anciana pasaba la mano por las caras de los niños y le ponía bien la faraona a la pequeña, mientras con orgullo miraba al mayor que ya llevaba capirote. Se cerraba la puerta del portal y se abría la de las calles engalanadas. La del estreno obligado. La de siempre y por siempre. La que te enamora y te atrapa.

Sutilmente acompañaba desde la acera con la mirada a la pequeña hebrea que con orgullo portaba palma y con cierto cabreo se negaba a ir al lado de su madre. Se partía de risa al verla dar palma a las personas que se la pedían. Con el móvil en la mano estaba pendiente por si le avisaban por algo del mayor.

Entraban en recorrido oficial y fue rápido a coger sitio en la doble curva. Cuando llegó la procesión le trajeron a la niña. Cansada, pero feliz se puso al lado de su madre. Una saeta enmudeció la algarabía. Pasó por delante de ella y una sonrisa valiente se esbozó en su rostro. El móvil sonó. Su hijo había aguantado mucho más que el año pasado y un orgullo encendió un corazón apagado. Cambio de ropa y una promesa cumplida. Hamburguesas y refrescos entre anécdotas atropelladas que sus hijos le contaban. Y toda una tarde de nazarenos blancos sin guantes. De carreras para coger la primera fila para ver una acusación terrible. Caprichos y más caprichos de golosinas bajo música de cornetas en una curva imposible. Caritas preciosas y flores con olores a llanto. Las manos cogidas que llevan en volandas a una madre y dos hijos al encuentro de un huerto donde las dudas se hacen sangre. Cansados llegaban a la calle Dos Aceras. Sentada en un escalón acurrucaba a la pequeña que llevaba un buen rato dormida en su pecho. El mayor se apoyaba contra la puerta intentando vencer el sueño. Ella se preguntaba si era mala madre por las horas, pero gracias a aquel trabajo que le había venido caído del cielo acababa en esa cuesta su Semana Santa y necesitaba sentirla con ellos.

A lo lejos se veía el impresionante olivo. En silencio lo vio pasar. Lloró con un llanto escondido. Como su vida. En segunda fila. Sin ruido. Se le fue el amor. La vida entera. Renacer en cada caída. Agarrarse a la piedra. Un pulso la hizo levantarse como un muelle. Gritó vivas y lanzó piropos. Vivía y no podía pedir más. Llegó a casa cargando con los niños con un cansancio de miles de años. Los acostó vestidos y se sentó en el salón. Su madre apagaba la tele y la miraba. Amparo, creo que he visto a la pequeña por la tele. Con una caricia la tapaba con el edredón y besaba la frente. Amparo se sentaba en el sofá y miraba aquella foto regastada de tantos besos. La de la Virgen con su nombre. La miraba y siempre le susurraba una mezcla de nana y oración. Ampárame madre bajo tu manto. Ampárame madre en el miedo de perderlos. Ampárame con miles de besos de buenos días. Cuídamelos en sus estudios. Acompaña a mi madre. Ampáralos Virgen sonriente. Un cigarrillo apagado humeaba. El sofá la acunaba. Tambores a lo lejos resonaban. Amparo con los ojos cerrados no dormía. Amparo quería empezar a soñar.

@malakahin