Un runrún de plata se va descolgando de las azoteas. En las gargantas teje nudos que, como Dios mismo, aprietan pero no ahogan. Son lazadas gemelas a las que constriñen sus manos de bronce. Y entre silencio y silencio macerado en las gargantas, se quiebra el nudo que doma una voz envejecida. Una mujer le grita «guapo» con el corazón más que con los pulmones. Y el caballero recto de los cuatro renglones torcidos arando su vertical se marcha, dejando tras de sí una estela emocional que, por recoger, recoge la inmensidad sutil, casi imperceptible, de nuestra brisa.

Cuando el Señor pasa, se intuyen escombros tras las resquebrajadas fachadas de pupilas cristalinas. Se agrieta la cal de mis entrañas cuando atisbo a mi alrededor la fragilidad en ojos que desean ser fuertes con todas sus flaquezas. En esas mismas fachadas frágiles se sepultan almas inseguras que se aferran al candoroso clavo ardiendo de la Trinidad. Cuando el Señor pasa, nosotros, que somos tan hombres que jugamos a ser dioses, nos descubrimos frágiles ante quien es tan Dios que juega a ser un hombre caminante más entre nosotros. Cuando el Señor pasa, nosotros, que somos tan cobardes que nos disfrazamos de aguerridos y valientes, abandonamos el miedo a mostrar la debilidad que tambalea nuestras piernas. Cuando el Señor pasa, nosotros, que nos damos a la locura de caminar por la vida en el papel de héroes, nos sumimos en la vulnerabilidad de quien pide ayuda a aquel que va sembrando la congoja a su paso. Hay una mano amiga tendida desde una atalaya de plata y caoba, y ya se sabe que cuando el Señor lanza un guante, no hay hombre que se resista a recogerlo.

Mil visiones caben en la vivencia personal e intransferible de ver pasar al Señor de Málaga. Hay tanto Cautivo en nosotros como nosotros en las manos del Cautivo. Pues tú sabes tan bien como yo, paisano, que en la reválida de las conciencias que supone verle venir como un espíritu luminoso entre las sombras, nos asalta la misma certeza, la misma dolorosa e hiriente certeza: nuestras manos tienen escrita su cuota de culpa en las vueltas que dan esas serpientes doradas a sus muñecas.

Mi ciudad tiene un particular blanco muro de las lamentaciones en los recovecos de su túnica, siempre tan liviana pese al peso a plomo de nuestras tribulaciones lanzándose a su piel de ángel. Y en su mecida precisa, allá donde se rumia su humanidad en una danza con el viento, pasará otra vez el fantasma errante de la noche. Pasará otra vez el Señor. Secará y desparramará el llanto, amansará y disparará latidos, apagará y resucitará miedos, cortará y devolverá alientos. Pasará el dueño y señor de las emociones para el abrazo diario con sus paisanos. Porque quien cierra los ojos, cree y los abre, intuirá venir al Señor con sus manos abiertas. Y entonces, mirándole cara a cara, de tú a Tú, uno comprende quién cautiva y quiénes son los cautivos.

@Miguel_228