Con el rostro mudado y la mirada perdida no asimilaba la noticia que en esa fría consulta le habían dado. Todo un plano secuencia de su vida pasaba ante sus ojos. Se moría. Sin más. Empujado al vacío. Con la parca pasándole el brazo huesudo por el hombro no asimilaba que el hilo iba a ser cortado. La primera reacción fue de negación. De forma nerviosa hacía bromas sobre su situación a familiares y amigos. Se negaba a un duelo anticipado. No paraba de agasajar en fiestas divertidas a sus conocidos. Mientras, la guadaña lo observaba. Una noche se emborrachó. Había bebido mucho y cogió todas las estampitas de santos de la casa y las quemó en una pira improvisada en el patio de la casa. Arrojó la medalla de la cofradía a las ascuas. Por último cogió el hábito y haciéndolo jirones lo fue depositando en esa orgía de llamas. Mirando el fuego reía. Se reía de la no ayuda. De las rodillas hincadas en bancos vacíos de fe. De la compasión. Del reencuentro con los suyos y del reino divino y de sentarse a la derecha de alguien. Se reía para dejar paso a un llanto roto. Desgarrador.

Las siguientes semanas fue encerrándose en un mundo de recuerdos escondidos en un laberinto de sentimientos donde él era el Minotauro matando cualquier gesto de cariño de un Teseo cualquiera. Una tumbona en el patio. Una manta. Su paquete de tabaco que le había ganado la guerra. Miraba al infinito desde el alba al atardecer. Apenas comía. Parecía querer adelantar el encuentro con la inevitable. Intentaron que acudiera a un psicólogo para ayudarlo a buscar la paz. Se negó. Negó tres veces, cientos de ellas. Se negó a sí mismo y ya andaba muerto en vida. Un día no tuvo más remedio que salir de su cueva para ir a una notaría. Firmar herencia. Con pasos vacilantes recorrió las calles que los jueves del sol eterno pisaba con el peso de la alegría sobre el hombro. Pensó por un momento por qué lo llamaban penitencia a una cosa que inundaba de ilusión su corazón. Un frío de aluminio sobre la llaga le atravesó el corazón. Recordó por un momento sus silencios en el varal. Instintivamente se llevó la mano al pecho buscando esa medalla renegrida con el color del cordón vencido por el paso de los años. El remordimiento se presentó sin avisar. Mareado con una mirada nerviosa fue buscando con sus manos el dorado imaginario del trono. Necesitaba sentir la textura de la madera confidente. Era consciente de que sus pies lo llevaban frente al destino. Se abandonó a su suerte. Atravesó el umbral del claroscuro y sus ojos se clavaron en Él.

En los días posteriores al encuentro no dejó ni un solo segundo de besar y amar a su mujer. De escribir un legado vitalista para que sus hijos lo conservaran y acudieran a él cuando las cosas no fueran bien. Se entregó en ayudar al que fuese. El calendario se desojaba y las fuerzas se iban. Prometió no quedarse postrado y acudió a todo lo que le gustaba. Leía compulsivamente por las madrugadas mientras acariciaba el pelo de su mujer que dormía en su regazo. Solo pensaba en llegar a ver el azahar en los naranjos de su patio. En la última semana se acercó a la cofradía y sacó su puesto. Compró la medalla y el hábito a pesar de que el hermano mayor se lo quería regalar. Se sintió lleno. Cerró una herida. Con mucha guasa se disculpó ante los capataces por no poder ir al ensayo del trono. Reía mientras decía que no sabía llevar el paso en la silla de ruedas.

Una mañana sintió como el trono tocaba a bajar. Los llamó y se reclinó en su tumbona. Se puso la medalla y agarró la mano de su mujer. Miró a todos a los ojos. Les dijo que los quería. Que los esperaba. Contempló el azul infinito del cielo del paraíso. Cerró los ojos y agarró con la otra mano su medalla. Susurró entre dientes gracias por enseñarme a morir. Gracias por esta Buena Muerte. El azahar floreció.