Las cuentas del rosario acariciaban las yemas de sus dedos. Regastadas por pedir por la mismísima humanidad. Sin miramientos. La humanidad entera. La vidriera de la ermita iba dejando pasar el sol tenue que entre negros nubarrones jugaba a imponerse. El tic tac del reloj martilleaba la única nave del receptáculo santo. Tic, tac. Tic, tac. Mediodía. Dios te salve María. La puerta chirriaba de vez en cuando. Pasos que se detenían siempre a la mitad. Dios te salve María. Otra cuenta pasaba consolando su alma. Tic, tac. Había perdido el concepto del tiempo. Le solía pasar. Una sola campanada la despertó del letargo místico. La una. Como un resorte se levantó del banco más cercano al altar. Se presignó y salió rápidamente de la pequeña iglesia. Un sol de justicia la deslumbró. Picaba en la piel. Malos augurios para la tarde, pensó. Su mirada fue deteniéndose en una marea humana que subía y bajaba. Que expurgaba. Que reía y compraba. Que paseaba. Que oraba. Un Limón por favor. Fueron sus primeras palabras a alguien en ese día. Gracias. Se detuvo al inicio de la vía sacra. Ay si pudiera subir. Si mis piernas no me fallaran. Dubitativa decidió ir a casa. Mientras andaba observaba el gran limón cascaruo que había comprado. Más como tradición que como alimento. Las arrugas del limón servían de espejo para su rostro. Cañadú mordido. Niños con túnicas. Hombres de corbata negra en bares. Calle cortada. El sol jugaba a ocultarse. Ella miraba los rostros que a ella no la veían. Dios te salve María.

Un emblanco en el cacillo se calentaba. Sonidos de FM revoloteaban por la inmensidad de los metros cuadrados estériles. Limpio sobre limpio. Plantas que pregonaban primaveras eternas. Un pajarillo intentaba componer marchas triunfales. Cuadros y marcos con rostros. Muchos. Demasiados. Las velas tintineaban nerviosas. Una brisa húmeda jugaba entre los trapos tendidos. Un elegante traje negro colgaba emperchado en una puerta. Las tres. El terremoto. La oscuridad. Goterones. El silencio. Por el ventanal del cuarto de plancha veía la negra procesión bajando. Tambores roncos se mezclaban entre el sonido de los televisores de sus vecinos. Quiso agarrar el teléfono y llamar a… llamar. Hablar. Dios te salve María. Sus ojos eran vencidos por el sopor de sobremesa. Al fondo débilmente un locutor narraba las últimas horas. Un sueño leve le hacía jugar con imágenes de un pasado tan presente. En voz alta pronunció su nombre. Se despertó y agarró el rosario. Dios te salve María.

A la misma hora y en el mismo sitio. Fiel a su cita. La vio llegar. Un año más se dijo. El último se decía. El último le rogaba. Tocó el paño de bocina levemente sin que se diera cuenta ni nazareno ni mayordomo. Lo tocó para sentir a su hijo. Lo llevaba en su adolescencia y ahora lejos muy lejos de ella ni se acordaba de su bocina, de sus raíces. De su madre. Del aire que le entró por primera vez. Una llamada por Navidad. Poco más. La malla con la mecida en su sitio. La carita. A su lado paró. Su mano temblorosa toco el varal. El de su marido que partió con ella demasiado pronto. Dios te salve María. Un murmullo a su alrededor. Una campana tocando a marchar. Una madre lloraba, otra no tenía ya ni lágrimas. Un enorme galeón de velas rotas por el dolor más inmenso enfilaba una curva. Caminaba con pasos cansados. Se preguntaba por qué. En qué momento todo se había conjurado para que su nombre sirviese de estandarte de su vida. Cómo se podía escapar de esa espiral. De noches en vela hablándole a las fotos. De noches del negro más negro. Destapaba la colcha. Fría y pétrea estaba la cama. Silencio. El colchón como mármol. Cerraba la pesada piedra que servía de puerta. La radio no tenía pilas. Se tumbaba. Mirada al techo. Rosario en la mano. Virgencita de La Soledad. Tú que te llamas como yo, llévame contigo. Dios te salve María.

@malakahin