Justo cuando el Nazareno del Perdón salía de San Julián rumbo a la Catedral el pasado viernes, entraba Antonio en la casa de hermandad. A sus casi setenta años, alcohólico recién rehabilitado por los Hermanos de san Juan de Dios, esta vez no acudía a pedir ayuda, sino a agradecer la recibida cuando pernoctaba bajo el puente de la Esperanza. Un gesto sencillo que, por humilde y sincero, conmueve y alienta.

Cuando le conocimos, era un despojo de sí mismo que pedía a la puerta del templo al que nunca se le ocurría entrar. Sucio, mal vestido y débil, en varias ocasiones le pegaron y robaron las dos perras de limosna. Con el tiempo, lentamente, gracias al Señor, se dejó ayudar por Él.

Aunque nuestra fe nos comprometa a ello, no siempre es fácil ver a Cristo en los indigentes. Algunos, tan desmoralizados y desengañados como desaliñados, piden auxilio a la Iglesia, pero despotrican de Dios. Cuesta en tal caso, pero es preciso, explicar que la ayuda eclesial no es altruista e inocua, sino cristiana y evangélica. No son Cáritas ni la cofradía quienes atienden, sino Jesucristo mediante ellas.

La cuestión, claro está, radica en que quien acoge al necesitado lo crea y lo sienta de verdad. Sólo así es verosímil, y únicamente es así legítimo también, sugerir que la primera y mayor pobreza es el destierro de Dios.

Bajo las naves catedralicias y mientras discurría el Vía Crucis organizado por la Agrupación de Cofradías, oraba pensando en tantas personas que acaban en la calle. No faltarán quienes hayan abandonado a Dios, pero no es menos cierto que el Señor no las abandona a ellas, ni a nosotros, con tal de que atendamos su Palabra.

A quienes nos llamamos cristianos, máxime si nos apellidamos cofrades, nos corresponde ser sus manos. Libremente nos colgamos una medalla al cuello y nos llamarnos hermanos porque libremente también nos comprometemos a obedecer el mandamiento supremo de la Caridad. No en vano, el Nazareno del Perdón culminaba las últimas estaciones cuando una escolanía cantaba: Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem. Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte (Fl. 2,8).