Los puestos no duran para siempre. Los trampolines acaban partiéndose. Las fotos se ajan en tu archivo egoísta. Tú te vas quedando en un rincón y los que un día fueron tus compañeros, hoy te van enseñando sus espaldas. Sí, algunos te siguen llamando para darte la mísera limosna de un breve en un diario, de unos segundos en una tele local. Sí, hay quien se acuerda de ti, pero te recuerda como el pasado, ese que nunca ha de volver. Estás allí, en el trastero, junto con la bicicleta aquella que decidiste usar todos los días para ponerte en forma y a los tres días ya estaba cogiendo polvo. Como en la política: a rey muerto, rey puesto. Tú, que podías haber sido dueño de todo aquello que baña la luz del sol cofrade. Mírate, bajo la luz de un tenue flexo centelleante. Ahí te ves ahora, enroscando la bombilla en el calabozo de tu mediocridad.

Tú, porque como tú hay muchos, te tomaste esto tan en serio que llegaste un día al mostrador de empeños del alma y te secaste a cambio de la gloria temporal. Quizá tú, y los muchos que son como tú, entendiste que valía la pena cambiar el mundo por una entrada a la fiesta de los egos. Bailaste con la más guapa pero, amigo, llegó otro y te la robó. Te imagino con esa barba de tres días, en chándal, culpando a aquellos que te rodeaban y hoy ya no son los perros que lamen tu cara. Te has ido a ese submundo de los callejones cofrades, donde se ve la gloria pasajera como un tren que no volverá. Mírate, bajo la luz de un tenue flexo centelleante. Ahí te ves ahora, enroscando la bombilla en el calabozo de tu mediocridad.

Coda: «¿De que le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su ánima?» (Mt 16, 26)