Tocar nos humaniza. En el imperio virtual de estos tiempos, el roce de la piel con el cristal líquido de un mensaje nos evita el contacto directo y nos aboca a un «lo siento» vía whatssapp. La Cuaresma se calienta en el encuentro físico obligado del saludo de amistad y lo fraternal; de un encuentro que da término a un tiempo de vigilia sin roces ni contacto.

Parece que tocarnos es evitable y así nuestra alma se hace más fría y nos hace más valiente a la hora de dar una mala noticia o comunicar el final de nuestra relación con esta o aquella labor encargada en la hermandad. No te saludo, no te toco, no te siento. No sufro en el roce de nuestras manos, en el abrazo de nuestros pechos y un muro de silencio evita el «cruce».

El tacto nos permite una transferencia de energía que crece en estos días. El roce de la piel con la cera que se coloca en la candelería impregna nuestras manos de una pátina de santidad, el empuje del hombro en el varal transfiere una fuerza que se comparte con el resto de hermanos y nos lleva a exhalar el esfuerzo compartido que mueve las montañas de devoción en nuestros tronos. Los músicos cogen sus instrumentos con el cariño, y la firmeza que les da una relación de tiempo y el resultado de sus dedos en los pistones de las trompetas y los labios en las boquillas son suficientes para derribar las murallas de Jericó. Sin ese tacto, sin ese contacto nada de esto será posible.

Un abrazo es una recarga de energía vital para todos, seas de la religión que seas. Así lo reconoce un maestro de yoga con su alumno o un peregrino hacia la Meca comiendo el pan ajeno del camino, un cofrade compartiendo un momento de emoción o un náufrago al que salva el abrazo de aquel que, física, devocional o sentimentalmente presta su mano a la salvación. Nuestra ciudad multiplica por mil los momentos de contacto en estos días y eso hace subir la temperatura de nuestras casas de hermandad.

Los dedos de Antonio del Pino marcan la temperatura del aire del primer templo de la diócecis y su pulsación transforma el ébano y el marfil de las teclas del, varias veces centenario, órgano catedralício, por una partitura que te toca el alma. Aquí en Málaga, cualquier ser humano puede tocar a su Dios una tarde en el Perchel al paso del Cristo de la Expiración y saber que Benlliure marcaba con sus gubias la misma encarnadura de la divinidad. Nuestras manos santificarán un sinfín de estampas en el contacto de los pies de nuestros Cristos y las manos de nuestras Vírgenes. Ese contacto será recogido en los labios de quien musite un amén.

La caricia de aprobación de una madre tras probar una túnica de monaguillo, la palmada en la espalda de un amigo tras la justa colocación de un cinturón de esparto o el ajuste manual de un capirote en la cabeza de tu padre provocan la energía vital necesaria para continuar la tradición centenaria de una procesión.

Si tu amigo se acerca con un abrazo debes de preguntarte por qué tu mano te aleja del contacto en el saludo. Si piensas que un mensaje escrito en la frialdad de una pantalla puede solucionar un problema insalvable entre dos almas que han mirado juntas la misma lágrima de la misma Virgen puede ser que nunca llegues a tocar la gloria.