Todos los años me pasa lo mismo. Suele ser Jueves Santo por la tarde y yo acudo a cubrir la salida de la cofradía de la Cena y la Virgen de la Paz. Mi amiga Rosa es hermana de la hermandad ferroviaria desde que era pequeña. Tiene tres pasiones: una es la Semana Santa, su trabajo como educadora y su marido, mi gran amigo Emilio. Embutida en su bellísima túnica azul con capa blanca, con la campanilla en la mano y un eterno capirote que casi rasga la barriga del cielo, suele saludarme mientras yo miro embelesado a la Virgen de La Paz. Lo hace sin hablar, agitando tímidamente su mano derecha. Yo nunca la reconozco. La suelo mirar extrañado y me pregunto, «¿quién carajo me está saludando?» Al final, me dice muy flojito, casi para que nadie nos escuche, «soy Rosa», y los dos volvemos a reír de una anécdota que se repite cada Jueves Santo desde hace unos años. Sólo cuando la miro a los ojos la conozco plenamente pese a que el capirote cubre la totalidad de la cara. Son ojos penitentes. Cuando repaso las fotos del repositorio que han hecho los magníficos fotógrafos de mi periódico durante los días de Pasión, suelo fijarme en los ojos de los nazarenos, tal vez no haya un rasgo más expresivo, más descriptivo de lo que supone la penitencia interior de aquellos que deciden cargar con un enorme cirio para engrosar las filas de su corporación y, además de rezar, nada desluzca en la calle. Hoy, cuando los hombres de trono han de jubilarse por la edad o por motivos de salud, pocos deciden ejercer como nazarenos, como si ese papel estuviera destinado únicamente a los más jóvenes, los futuros hombres y mujeres de trono, los cargos que habrán de venir, jefes de sección, ambulantes generales y toda la parafernalia propia de nuestras hermandados a lo largo de estos días. En el otro lado de la balanza, hay cofradías que están trabajando mucho en dignificar la figura del nazareno e incluso llenan de contenido la casa hermandad todo el año para los que son penitentes un día en las calles, a principios de cada primavera, tengan un sentimiento de pertenencia que, a su vez, les haga participar de la procesión con más ganas y alegría, aunque al final de lo que se trata es de hacer estación de penitencia. Muchas veces miro a esos ojos, pequeños, grandes, femeninos, masculinos, adultos y pienso en las historias personales que encierran esos capirotes, el motivo que les lleva, más allá de la fe, a seguir en las calles a sus titulares durante un largo recorrido. Todo eso me pregunto estos días, mientras me doy cuenta de que el próximo Jueves Santo se adivina ya en el horizonte y volveré a ver los ojos nazarenos de mi amiga Rosa, tardaré en reconocerla y ella tendrá que agitar de forma contenida la mano en esa tarde eterna para hacerme saber que es ella. Otra vez nos reiremos y luego nos sumiremos en el maremágnum de procesiones y gentío, hasta el año que viene.