Los días de trajín en los armarios de las casas de hermandad nos ponen sobre aviso de lo que está por venir. Este signo inequívoco de la espera es también la semilla que cada Cuaresma siembran las hermandades en el tiesto de su propia supervivencia. Bajo el infundio y la murmuración, lejos del hediondo detritus de las redes sociales, se halla uno de los fundamentos de la Semana Santa: su esencia nazarena. En esa intimidad de pasillos interiores palpitan, tiernas como las manos de Charo ciñendo las bocamangas de la ilusión de la niña penitente, las certezas que cimentan el rito anual de nuestra memoria. Ya lo escribió Chaves Nogales en 1935, «el día que una hermandad tenga que alquilar nazarenos, los penitentes se convertirían en comparsas y la Semana Santa en una mascarada».

Podemos perdernos en el tortuoso itinerario de los debates estériles, en la reforma del recorrido oficial o en la multiplicación de carteles y frikis recreándose en perfomances, pero nada de eso nos acercará a la sustancia, a las trémulas entrañas de esta fiesta que son las que, desde luego, merecen con mejor fundamento nuestra atención. Lo primero pasará porque será fruto de la coyuntura y de las épocas que en cada momento toque vivir. Lo segundo no lo hará, como no sobreviven los cuerpos sin sangre, porque la Semana Santa moriría sin ese torrente acuoso que son sus nazarenos, anónimos, abnegados, coloreando de vida las arterias de la ciudad. Un sabio cofrade dijo una vez: la Hermandad cuando sale a la calle puede hacerlo, incluso, sin Imágenes pero no sin sus nazarenos.

Los hermanos desfilan por la ciudad por pura devoción pero también por un «espíritu de emulación y solidaridad» -otra vez Chaves- que se articula como una suerte de «fórmula social que se basa en una vida de relación restringida a las auténticas relaciones vitales del individuo: el barrio en que vive, el tallercito donde trabaja, su parroquilla, sus vecinos, su calle, su familia...» La hermandad con su gente y sus atributos, conforman su espíritu, su psique, su independencia y «esto es la cofradía» sentencia el periodista, pues lo era entonces y, lo es, ochenta y tres años después.

Los revestidos penitentes son el plasma que alimenta el corazón de la Semana Santa, el fluido que circula por los poros de la ciudad a través de los siglos, deslindándola en su autenticidad, liberándola del lastre de la frivolidad, porque no hay nada más hermoso que el ejercicio de darse secretamente a las calles sin exigir nada a cambio. Siendo esto así, debemos aprovechar estos días en que atendemos al caudal humano de nuestras cofradías para revindicar el papel del nazareno, para protegerles de ese molesto ruido exterior, concienciándoles de ese privilegio que les permite encontrar a Dios desde el mundo interior de sus capirotes. Es buena hora para invocar y poner en valor esas dos dimensiones de las que hablaba Chaves, el calibre espiritual de la túnica: la fe y la devoción; pero también el alcance de su significación social, como exteriorización colectiva de un orgullo de filiación, de un sentido de pertenencia.

Las cualidades del nazareno: actitud de renuncia, generosidad, sacrificio y penitencia, no son precisamente los atributos que mejor describan al individuo moderno tan emponzoñado por el epicureísmo de una sociedad vulgar y comodona. Por eso, quizás haya que empezar por potenciar lo segundo -el factor social- para alcanzar lo primero -lo espiritual-. La grandeza de las cofradías, tan equivocadamente interpretada por los que sólo se dedican a ejercer el mecenazgo artístico con el dinero de otros, radica en el grado de participación de los hermanos y seguramente sea esa, y no otra, nuestra gran asignatura pendiente.