Con andar pesaroso, con su mano acalorada asida a la funda del instrumento, con sus enormes ojos de niñez eterna, caminaba el joven solitario por las flemáticas calles agosteñas en busca de ese refugio vital que era el ensayo de su banda. Siempre me pregunté cuál era la motivación que llevaba a un mocoso a dedicar sus ociosas tardes de verano a la insistente repetición de la partitura bajo el flagelo rigoroso de la batuta de un director.

Mi amigo Jaime tampoco supo darme nunca una explicación. No pudo convencerme de los frutos de aquellas ingratas horas de dedicación al estudio del instrumento. Ni aún hoy creo que él mismo haya digerido el provecho tangible de todo aquello más que por los valores adquiridos de abnegación y disciplina que forjan su personalidad, que no es poco. Tampoco me dijo nunca si fue primero el músico o fue el cofrade. Probablemente tampoco lo supiera. Posiblemente ambas cosas fueran de la mano desde primera hora para que no dejara de ser nunca ni lo uno, ni lo otro.

La pasada semana me honré de asistir al concierto que las bandas de la Esperanza ofrecieron en el Cervantes por sus más de dos décadas de música procesional y, mientras me deleitaba con ese pregón sonoro, rumié la posibilidad de traer a estas líneas la olvidada figura del músico de banda, el que tras duros meses de ensayo se echa a andar sin rumbo fijo y sin horas en el reloj, para ponerles registro sonoro a las cofradías, contribuyendo a perfeccionar la sublime escenificación de la fiesta. Como ya escribí, la ciudad cambia, muta, pero hay cosas que permanecen porque forman parte de su sustancia y como no he venido a hablarles de hojarasca sino de certezas, pocas hay como la verdad, hermosa y obediente, del músico de Semana Santa.

Aunque ahora el azaroso destino nos separe, yo cada Semana Santa veo a mi amigo Jaime tocando el clarinete tras esos tronos de nuestra memoria. Mi amigo Jaime me enseñó a asomarme a la Semana Santa a través de la música y me abrió el balcón de una fiesta nueva, hasta entonces incompleta, que aprendí a redondear a través de la expresión, la cadencia e, incluso, el colorido que recrea una composición cuando brota del alma unísona de la banda.

Mi amigo Jaime me enseñó que la música -también la procesional- no se escucha con el oído sino con el corazón porque, en definitiva, es el órgano que tiene ritmo, el que siente con las emociones. Me enseñó que a través de una marcha de Beigbeder -para nosotros, siempre, don Germán- se puede llegar a intuir la genialidad de Falla o, que de la sensibilidad de Pantión y De la Vega, florece la impresión andaluza de Joaquín Turina. Mi amigo Jaime me ilustró que para asimilar la complejidad de algunas monumentales obras sinfónicas había que empezar por amar la sencillez estructural de Perfecto Artola.

Recuerdo como narraba sus alborotadas penitencias con la banda de la Expiración y con Miraflores cuando en los años noventa la conciencia de lo musical era tan limitada. Sabe mi amigo Jaime que, aún hoy, escucho las mismas marchas que entonces llevábamos en el radiocasete del viejo Corsa de mi madre. Y cuando suena Davia o Gámez Laserna, dirigiendo la mirada al horizonte, reflexiono sobre lo que han cambiado las cosas, para mejor, sin duda. Lo que no sabe mi amigo es que tiempo después he logrado despejar aquellas incógnitas que alguna vez le contrariaban: Porque, Jaime, los músicos no sólo tocáis notas que suenan a eufonías celestiales tras las imágenes de nuestras vidas, vosotros protestáis vuestra fe, empujados por la fuerza invisible de la convicción y os declaráis a lo que más amáis. Parafraseando a San Luis María Grignon de Montfort: vosotros llegáis así a Jesús y a María. Por la música.