El domingo asistí a misa en la Basílica de la Esperanza. En el altar mayor, centrado y sobre el Sagrario, el Nazareno del Paso vestido con una humilde y lisa túnica morada y cargado de una cruz de madera sin adorno alguno. En un lateral, la Virgen de la Esperanza, ataviada de hebrea y con un aro de estrellas. Su única corona, la de espinas entre sus manos. Ni una flor ni una vela, ni el más pequeño ornato para las imágenes. Los cirios, exclusivos sobre la mesa de altar y para la Eucaristía. Máxima austeridad cuaresmal. Ayuno de exorno tras la plétora de los cultos celebrados días atrás y ante la apoteosis barroca que se acerca. Minimalismo cofrade.

Sin recamados de monarca terrenal, sin abalorios anacrónicos ni trampantojos escenográficos, en su sobria soledad, nunca había visto plasmado ahí con tanta nitidez el pleno protagonismo de Jesús y su absoluta unicidad como Hijo de Dios encarnado. Cristo, Alfa y Omega. Cristo, y sólo Cristo, en el Sagrario y retratado con la cruz de nuestra redención a cuestas. El presbiterio de la basílica es grande, pero el Señor, infinitamente más.

A menudo, me consta por experiencia propia, nos distraemos con la parafernalia, y por eso de vez en cuando es preciso y conveniente apartar todo lo accesorio para apreciar con claridad lo único esencial.

En cierto modo, resulta perturbador reconocer que habitualmente necesitemos tanto aparato litúrgico y ornamental para percibir lo Sagrado. La antropología y la fenomenología de la religión explican este comportamiento tan humano y tan generalizado en las diversas civilizaciones. Somos seres sensibles y nuestro universo vital responde a la percepción de nuestros sentidos. Mi admirado Pepelu Ramos citaba hace días y en estas páginas a Santo Tomás: «El oído es el único sentido que no nos engaña porque por él nos llega la Palabra de Dios».

En efecto, el domingo resonaba en la basílica de la Esperanza el evangelio de San Juan: «todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Y la Luz, la única que ilumina de veras, es Cristo, no el fulgor de las candelerías por mucho que nos deleiten a los cofrades.