Excelentísimo y Reverendísimo Sr. Obispo de la Diócesis, Reverendo Delegado Episcopal de Cofradías y Hermandades, Sr. Presidente y Junta de Gobierno de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa de Málaga, Excelentísimo Sr. Alcalde, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades, Señoras y señores.

¡Pues no…! ¡No pudo ser…! ¡Y mira que estábamos prevenidos! Hasta pusimos de acuerdo a San Pedro y la Virgen de la Cueva, pero no pudo ser.

Hubo que esperar hasta entrado el verano para que terminara la Semana Santa de 2017, para que Málaga, en forma pero no en fecha, cumpliera los designios pragmáticos de un privilegio cargado de simbolismo y señas de identidad de la Semana Santa de Málaga; y así, sin desvirtuar, sin componendas ni maquillaje ser consecuentes con nuestro lema heráldico, primeros en el peligro de la libertad.

Fuimos una voz cofrade, una voz ciudadana, voz de nuestros representantes, las que al unísono reclamamos y exigimos el respeto a la tradición.

Prevenido pórtico catedralicio en la noche del Miércoles Santo para que el Cristo de la Libertad derrame su bendición. ¡Porque esto es, Málaga!

Casi un año en la sala de espera, que bien merece la alegría vital para ver crecer a mis nietas, estrecharme en vuestros abrazos, luchar con mi voz y mi experiencia para allanar caminos, comunicar vida, dar Amor… esa es mi gran Esperanza, Salud bajo palio de cuidados con el ruego y favor de ser más Rico en Amor… Hoy quiero ofreceros mi gratitud ilimitada, es tanto el cariño que me habéis dado que mi débito siempre será enorme, a vosotros mis hermanos en desvelo y atención, amigos de la vida, gracias por ofrecerme y compartir los sentimientos más íntimos, gracias a los que me habéis hecho participar de vuestra devoción cofrade en una medalla, un escapulario, un toque de campana, un rosario, dando luz a la cera, unas tapas de palabras con la piel de Jesús; vivencias a las que estaré

eternamente agradecido, os llevo en el corazón. Gracias.

Un año de sobresaltos vitales, de angustias por ausencias, que nos deja en esta dimensión el recuerdo.

Tú sabrás, pero era muy pronto Virgen de la Esperanza... Pedirte que cuides a los que vivimos entre algodones, sobre todo auméntanos la fortaleza para empoderar vida sobre padecimientos, el destino no es cruel, te ayuda a comprender; no es destino es un camino.

2018, aquí estamos, para seguir la liturgia no escrita de presentar al pregonero, cargado de emociones, experiencias, un año pleno de vivencias cofrades, donde la Málaga deudora paga el reconocimiento a unas divinas manos en el centenario de vida de Palma Burgos escultor de nuestra devoción. Año señero en conmemoración a nuestra Patrona coronada, Victoria, a la que tuve el orgullo de ofrecer nuestra bandera verde y morada, que guarda tantas voluntades de malagueños, con la ilusión y anhelo de verte entre coronadas, año de expectativas y reflexión cofrade que nos llevará a la plenitud en el centenario agrupacional.

En unos minutos vamos a tener a alguien que representa una juventud cofrade adulta, que sin ser viejo ni mayor tiene la experiencia y el conocimiento de aportar generación al mundo cofrade, una generación formada en la era de la

comunicación, en las cercanías de la información, debe ser escuchada a sus reclamos, valorada en intenciones, asumida para presente y futuro en sus proyectos.

Santiago Souviron Gross nace en Málaga, de familia malagueña, primogénito de cuatro hermanos, estudia primaria y bachillerato en San Estanislao. De adolescente aunque de ascendencia en Viñeros es su abuelo Agustín que, junto a

Sebastián Souviron, quienes ante la negativa de organizar una hermandad nueva, señalan la posibilidad de reorganizar una existente en el siglo XVII y que se denominaba “Hermandad del Cristo Coronado de Espinas y Ntra. Sra. de la

Esperanza y San Joaquín” cambiando la advocación de la Virgen por la de Nuestra Señora de Gracia y Esperanza. Estudiantes. Santi, se hace nazareno del Coronado de Espinas, en sus estudios da el salto universitario. Licenciándose en Periodismo por la Universidad de Gales y cursa dos años de Derecho en la Universidad de Granada.

Ávido de varal le sale la oportunidad de rellenar hueco bajo el manto de Gracia y Esperanza y sin dudarlo con su hermano Jorge, primos y amigos forma una especial complicidad de gentes con cielo de manto verde de Adoratrices.

Santi desarrolla su trayectoria profesional en Radio Marca, Somosradio, Colpisa, Onda Cero. Actualmente desempeña el cargo de director de contenidos de Canal Málaga TV; además es director y presentador del programa cofrade Málaga Santa, que lleva en antena desde 2009, donde creó el Premio Juventud Cofrade con el que se trata de reconocer la dedicación y aportación de los más jóvenes a las cofradías y a la Semana Santa de Málaga. Ha dirigido las retransmisiones de Semana Santa tanto en radio como en televisión. Como docente, ha dado clases

en el Grado de Periodismo de EADE.

Su calidad cofrade le hace compartir hermandad con Dolores de San Juan, Santa Cruz, Monte Calvario, Sepulcro, Mena y Servitas. Es miembro de la junta de gobierno de Estudiantes, y desde 2015 Cronista de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa de Málaga.

En sus alforjas lleva la experiencia de pregonero de la Pura y Limpia Concepción de Dolores de San Juan, Pregón de la Juventud Cofrade, en 2017 pregón de Nueva Esperanza. Como presentador cuenta con el Paño de la Verónica en 2016 y los carteles de Pollinica en 2016, Estudiantes en 2014 el de Crucifixión en 2009, y Zamarrilla, en 2017. Es además colaborador habitual en diferentes publicaciones, así como participante en conferencias y mesas redondas de temática cofrade.

Bagaje iniciático que va marcando su devenir cofrade.

Consigo mismo ha triunfado. El pregonero disfruta desde el primer suspiro y está contento porque ya le ha aportado el pregón diferentes matices de sentimiento, el recuerdo como eje al repaso de su vida, que este año también llevará forma de claveles blancos en memoria de su primo Carlos. Su emoción será voz de campana de trono que rubricará el Lunes Santo. Sus lágrimas que han mojado sus mejillas en la contemplación de la Virgen le ha recordado la Gracia de ser pregonero y la Esperanza de su encuentro nazareno y cofrade con la Semana Santa de Málaga.

¡Prevenido Santiago Souviron Gross!

¡Prevenido pregonero, tuya es la palabra…!

¡Porque esto es, Málaga!

Pregón de la Semana Santa de Málaga 2018

A mis padres, por su generosidad y amor incondicional.

Un espejo en el que me miro cada día.

A mis hermanos y mi familia, pilar fundamental de mi vida.

A mis amigos, los mejores compañeros de viaje.

A todos los que me habéis enseñado a ser cofrade y amar la Semana Santa.

Hoy voy a decirte cosas que nunca te he dicho. Ponerle verbo a lo que mi alma ha callado, cantarte amor desde este atril que es balcón engalanado, desde este abismo de responsabilidad que me marca el proscenio.

Suena la catedral, comienza el sueño. Aquí me tienes ante ti, desnudo y nuevo, como un niño enamorado cuando sale del colegio y busca entre sus amigas a aquella del primer beso. Así me tienes a mí, como un niño buscando un beso.

Nunca te lo he dicho antes, Málaga, pero hoy debo hacerlo porque sigues siendo tú la que me quita el aliento. Y vago por las esquinas de tus calles, desde el Perchel hasta el Palo, desde la Trinidad hasta la Victoria. Y corro por la Coracha, te contemplo en Mundo Nuevo, La Merced, la Catedral, Pozos Dulces… dulces sueños.

Hoy voy a decirte cosas que nunca te he dicho. Todo en ti lleva el aroma de ese nombre que es un juego, porque eres mágica, Málaga; eres esdrújula, mágica, Málaga. Solo juntando tus letras se acelera y se detiene, se para el tiempo. No me contengas el pulso, que por ti hoy no hay mañana. Ni ayer ni nunca podré sentirte más cerca.

Eres la ciudad soñada, eres la amante del baile, eres la madre temprana que con un beso de mar te despierta de la cama. Eres aroma de flor, eres lienzo de mil soles que por la Malagueta o la torre dibujas tantos colores que ningún hombre soñara.

Eres Farola en la noche, eres puerto en la mañana, eres Alameda limpia, eres aquella mujer por la que un viejo marqués espera todos los días por verte pasar y decirte: “¿dónde vas, Málaga, dónde vas tan guapa?”.

Hoy voy a decirte cosas que nunca te he dicho. No hay calle que no sea un cuento, ni esquina que se adivine que no me llame a cruzarte; como esos naranjos que en Císter, cual sirenas, me emborrachan. Así voy yo tras tus pasos, borracho de tus caprichos, de tus piedras, de tus llagas; por lamerte las heridas, Málaga de mis entrañas.

No eres perfecta, lo sé, pero qué quieres que haga si hasta de tus errores más graves hace versos quien te llama. Te quiero porque me atas, te quiero porque me matas; desatado de locura, de pasión por tu Alcazaba, por El Calvario, Gibralfaro, Puerta Oscura, Capuchinos, Limonar… Que por seguirte me fui hasta donde Sacaba la Playa. Eres infinita, Málaga. Y aquí estoy, estaré siempre, embobado, anonadado, de rodillas y a tus pies. Por besarte hasta la falda del monte que te protege de mil curiosos que aspiran a comprender la locura que guardas.

Esdrújula, Málaga.

Hoy voy a decirte cosas que nunca te he dicho. Te las digo a ti, se las digo a ellos que son mis hermanos de sal, de sol, de viento y espuma, de arena y agua. Son mis hermanos y en ellos las virtudes de todos los hombres; y también los defectos, y con ellos los quiero. En ellos me miro siempre, a pesar de las veces que nos sentimos pequeños dentro de la inmensidad que nos contempla, a pesar de las voces que mascullan en silencio las envidias de una tierra que nunca tuvo más que virtudes para ser envidiada.

Nunca me fui, no he podido. Soy prisionero de ti, todos los días me rindo a intentar buscar salida a este laberinto tuyo del que no puedo salir. Me has conquistado mil veces, y otras mil que han de venir. Como si un hilo invisible me

situara ante ti: son cadenas que me llevan como un majara cualquiera a ese día de la espera, a ese día en que los sueños se encuentran, a ese día en que eres toda y toda en mí sin sentir, a ese día que mil ojos se sitúan sobre ti.

Ese día que es plegaria, que es campana, que es la calle en pie de guerra dispuesta a ser lo que fui, lo que seré y lo que he sido: malagueño enamorado de ese día que te descubres ante mí en incienso y en aroma de jazmín.

Málaga, Semana Santa, es el día en el que ya puedo morir.

Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo,

Excelentísimo Señor Alcalde,

Dignísimas autoridades,

Señor Presidente y Junta de Gobierno de la Agrupación de Cofradías de Semana

Santa de Málaga,

Hermanos de los Estudiantes, los Dolores, Monte Calvario, Santa Cruz, Sepulcro,

Congregantes de Mena y Siervos de María,

Cofrades,

Señoras y señores.

Todavía no acierto a entender los méritos que me han traído hoy hasta aquí. Lo que es seguro es que los pocos que pueda acumular os los debo a muchos de vosotros: los que me lleváis en volandas por esta maravillosa aventura de la vida.

Gracias al presidente de la Agrupación de Cofradías por confiar en mí, pero, sobre todo, gracias por darme el mejor regalo que nadie puede recibir: la amistad.

Gracias por tu generosidad, por tu trabajo y por tu entrega, desde siempre, a la Semana Santa y a las cofradías.

Gracias a Hermanos Mayores y cofrades, por haber llenado de cariño este camino de ilusión y responsabilidad.

Cuanto más os miro, más difícil me parece contaros las cosas que vosotros me habéis enseñado.

Gracias a mi familia y a mis amigos porque sin ellos nada de esto sería posible.

Gracias por tener siempre un hombro libre en el que apoyarme. Como siempre digo, vosotros ocupáis el lugar más importante en la cofradía de la vida.

Gracias, Francisco Javier Jurado, por tus palabras llenas de cariño y generosidad, y por hacerme tan fácil la llegada a este atril. Gracias por la labor que has hecho durante tantos años poniéndole voz a nuestra Pasión. Por tu dedicación, por tu valentía, por tu fe y porque todavía resuena en los rincones de este teatro tu declaración de compromiso con Málaga y su Semana Santa.

Gracias a mis compañeros de Canal Málaga y, en general, a todos los Medios de Comunicación. Qué difícil es ser periodista y comunicador en unos tiempos en los que sientes que estás permanentemente en el alambre. Gracias por poner detrás de cada página, cada texto, micrófono e imagen lo mejor de vosotros mismos para llevar la Pasión de Cristo a todos los rincones.

Y gracias especialmente a mi Virgen de Gracia y Esperanza, la única y verdadera razón por la que estoy hoy aquí. Pilar de mi vida, que ilumina mis días. Mi fiel e inseparable compañera de batallas, las que se ganan y, especialmente, las que se pierden. Cuando me eligieron para ponerle voz a la Semana Santa hubo alguien que me preguntó qué lugar ocuparía la Virgen de Gracia y Esperanza en este pregón. Le dije que ocuparía el más importante, el del corazón del pregonero.

Naciendo a las emociones

Hoy no vengo a hablaros de cofradías en particular. Sería imposible resumir las vivencias, historias, emociones, experiencias o nombres propios que rodean a cada una de las hermandades. Hoy vengo a hablaros de Semana Santa en su globalidad, de lo que significa ser cofrade, de lo que se siente siendo cofrade en los distintos momentos de nuestra vida o de lo que provoca cualquier cofradía en cualquier rincón a miles de personas.

Hoy os quiero contar la historia de un enamorado de la Semana Santa: mi historia, la tuya, la vuestra, la nuestra, la de todos.

La de esa primera vez, la de los primeros recuerdos. Aquellos que nos llevan a nuestra infancia, a esa casa con poca luz, pasillos largos, techos altos, muebles de caoba, olor a antiguo y habitaciones que escondían algún secreto.

Aquella casa tan diferente, pero a la vez tan familiar.

Esa historia escrita en blanco y negro o en colores sin retocar. La de viernes de vigilia con sabor a cocina de siempre; de ilusiones renovadas sin saber por qué eran ilusiones, pero eran. Aquella de manos arrugadas y suaves que te acariciaban la cara mientras una mirada cómplice y llena de ternura te envolvía una y otra vez y te hacía sentir como en casa. Esa historia de tradiciones y costumbres que reunían a todos en torno a la misma mesa, al mismo discurso, a la misma sonrisa y a la misma espera.

Aquella historia de sensaciones diferentes en el barrio, de sonrisas cómplices entre los vecinos, de nuevos sonidos, de nuevos colores, de nuevos olores, de nervios, de movimientos constantes, de idas y venidas.

Días de espera y noches largas, que en ocasiones desembocaban al amanecer, casi sin poder asimilar la noción del tiempo.

La historia de un niño, quizás tu historia, la que nace de la familia, del entorno, del sentimiento heredado y compartido. La que nace en las rodillas de un abuelo. Ese rincón cercano, lleno de paz y seguridad, donde la complicidad se convierte en el canal perfecto para transmitir esos primeros relatos. Historias narradas, casi a modo de cuento, con voz ronca y a la vez tierna, llena de delicadeza, de sinceridad y de amor. Siempre el amor.

Historias como la de aquella paloma que una vez quiso dejar de volar para posarse en las manos de esa mujer que era el nido perfecto de la calma y de la paz. Y allí plegó sus alas para siempre.

La historia de aquellos presos que se escaparon de la cárcel para acompañar a quien llamaban El Rico por toda la ciudad para que curara a sus habitantes de una terrible epidemia. Y después del milagro, ese mismo Rico le da cada año una segunda oportunidad a alguien que alguna vez se equivocó. Rico en Amor.

La historia de un bandolero que huía de unos soldados y consiguió esconderse bajo el manto de una Virgen a la que regaló una rosa que clavó en su pecho con un puñal y cambió de color. Y después, agradecido, cada año iba a llevarle una rosa a aquella Amargura que en su día le había protegido.

La historia “del de la túnica blanca”, que una vez al año se alejaba de su Madre para acompañar a miles de personas que no dejaban de mirarle, de llorarle, de pedirle o de reírle. Que quedaban Cautivos de su mirada. Aquel del que todo el mundo hablaba, al que todos esperaban, al que todos necesitaban y por el que todos suspiraban. ¿Qué tenía? ¿Qué veían en él?

¿Por qué le seguían? Sencillamente porque todos, alguna vez en nuestra vida, hemos tenido la necesidad, la impaciencia y la desesperación por conocerle, por saber quién es y por comprender qué tiene. Todos nos hemos encadenado a sus manos y hemos querido parar el tiempo, romper con todo y quedarnos ahí para siempre. Porque Él es capaz de cambiar el destino de las cosas. Solo hay que creer.

Historias que van atrapando a ese niño en un mundo que ahora sí siente más cercano. Ahora ya comprende aquellas conversaciones de mayores en la que todo era extraño y desconocido porque se escapaba de lo que alcanzaban sus ojos. Ahora ya entiende por qué su abuela se marchaba cada día, angustiada y preocupada, a ver a alguien a quien llamaban Jesús Cautivo; ahora le resultan menos extraños esos ojos hinchados y llorosos cada vez que volvía de aquella visita y entraba en su habitación a oscuras, besaba una foto y la dejaba sobre la mesita de noche, justo antes de que el tiempo volviera a recuperar la senda natural de los minutos y las horas.

Ahora ya entiende que aquello no era dolor ni pena: su abuela también había creído.

Ahora ya sabe por qué en su casa se hablaba tanto de una mujer que no conocía y que llamaban María. Su madre le había dicho que Ella siempre estaría a su lado, ayudándole, aconsejándole y abrigándole. Cada noche, antes de dormir, le hablaban de María. Esa a la que su madre le pedía una y otra vez, a veces desesperada, que le enseñara cómo se cuida y se protege a un hijo.

Ahora ya todo tenía más sentido. Historias que en un niño provocan una explosión de sensaciones difíciles de asimilar. La ansiedad por conocer todo aquello. Imágenes, sonidos, personas desconocidas, el entorno, la espera, las vísperas o ese primer madrugón.

—Papá, ¿por qué me despiertas si es domingo? Papá, ¿estás ahí?

Un silencio por respuesta, como si no hubiera nadie en esa habitación, como si de pronto la figura de su padre se hubiera esfumado por arte de magia.

—¿Habrá sido un sueño? ¿Papá?

Y abre los ojos y de pronto, una imagen que le es extraña, la de su padre, nervioso corriendo a la ventana, abriendo las persianas, mirando al cielo, respirando hondo y sonriendo.

—Mira hijo, ven y asómate. Mira la luz, que hoy es diferente. Y cómo huele de forma especial, ¿no lo notas? Mira cómo suena la mañana, ¿no lo escuchas?

—Mira, ya está abierta aquella ventana, y la otra, y la de María, que solo sale una vez al año, y ya se ha levantado. Corre, que está abriendo el bar de la esquina y hoy tenemos desayuno juntos, y de los de día grande.

—Corre, levántate, que van a repicar las campanas de la catedral, asómate que hoy suenan con más fuerza y alegría porque anuncian algo grande.

Corre hijo, que hoy entra en Málaga el Salvador a lomos de un pollino.

Luego te lo explico. Vamos, que no tenemos tiempo, que hoy vas a conocer a la del Amparo, no sabes qué sonrisa tiene, hijo, ya verás cómo a ti también te enamora.

—Corre, levántate, que este año va a ser más grande todavía porque además hoy estreno el sueño más añorado, el que siempre he perseguido, compartir contigo, hijo mío, aquello que me enseñó el abuelo. Corre, que este año estrenamos tú y yo Semana Santa.

—Mira, asómate. Mira que azul más intenso, mira cómo corren todos, ya está en la esquina preparado el puesto con las palmas y olivos. Ya está el quiosco con los limones cascaruos, luego te cuento qué es eso, tienes que probarlos.

Corre, hijo, que un año más está todo en su sitio, pero este año es diferente porque voy a compartirlo contigo. Hoy te voy a enseñar lo que siento, vas a saber por qué lloro, por qué río, por qué me emociono y a qué me agarro cuando tengo miedo.

—Vamos, hijo, levántate, que hoy Málaga es más Málaga. No pienses que estoy loco, que ahora te lo explico todo. Corre, vámonos que hoy quiero compartir contigo la sensación más grande que tiene un cofrade: abrir los ojos, poner los pies en el suelo, asomarse a la ventana, sentir que eres el que fuiste, sentir que yo soy tú. Corre, que ahora el tiempo vuela. Que por fin ha llegado el día. Corre, levántate, que quiero compartir contigo cómo se vive y cómo se siente un Domingo de Ramos.

No hay nada en la vida de un cofrade como aquellos recuerdos de niño.

Cuando la inocencia de los primeros años viaja sin destino, sin velocidad establecida, sin órdenes ni obligaciones y sin prejuicios. Y se mezcla con esa necesidad imperiosa por descubrir, atrapar y asimilar toda esa montaña rusa de

sensaciones que provoca lo que ocurre delante ti.

Y así se empieza a escribir la historia. Esa que hemos vivido todos y que nace de la mano de quienes nos van introduciendo en un mundo y en una forma de vida que empezamos a hacer nuestra.

Una vida que comienza con la espera que se construye en las calles a golpe de martillazos que le van dando forma a esas estructuras, esas tribunas de los sueños, que ya anuncian que la espera está llegando a su fin. Tiempos de capirotes y bullicio de las casas de hermandad en tiempos de repartos y tallajes, donde te sientes extremadamente pequeño en tanta inmensidad.

Ese olor inconfundible de la primavera, mezclada con la sal del Mediterráneo, y pintada por una gama de colores que no existen en ningún otro lado. Ese primer itinerario que llega a tus manos que guardas como un tesoro y dejas junto a la túnica que ya está preparada. Mientras, tus padres, sin que tú lo sepas te observan detrás de la puerta con una sonrisa cómplice, porque tú, como ellos, sientes ya ese pellizco.

Las primeras carreras por llegar a todos lados, esa ansiedad cuando empiezas a tener la angustia porque el tiempo se ha vuelto loco y corre más de la cuenta, y te consume la impotencia por no estar en todos los sitios en los que está ocurriendo algo que no quieres perderte. Y los contrastes, esos que provocan que tu cuerpo experimente en apenas un suspiro sensaciones que hasta el momento eran desconocidas.

La primera entrada triunfal en Jerusalén, mientras te ves reflejado en quienes portan esas palmas y sonríen anunciando lo que ha de venir. Sentir que escuchas esas primeras oraciones que brotan bajo el olivo, en el Huerto de Getsemaní.

Esa lección de amistad, compartiendo la última Cena, en la despedida con los suyos, a sabiendas de lo que le espera.

Los vaivenes de un corazón que de pronto se acelera en un momento de júbilo que se vive en la Victoria en ese idilio eterno entre el colorido, los piropos y la fiesta del Amor; la devoción más sincera y de Humildad que jamás pudo escribirse.

Balcones engalanados llenos de verdad, un barrio entero de fiesta celebrando a su manera la llegada de Dios hecho hombre y el orgullo de ver tras él a una madre coronada de pureza, que es consuelo para todos. Unos ríen, otros lloran, otros cantan, algunos agachan la cabeza, hay quien se santigua, otros se abrazan, otros sonríen y algunos suspiran. Y allí, en medio, tú, que no comprendías nada, empiezas a entender ahora que aquí pasan cosas diferentes cuando están Ellos.

Vas de un lado a otro, recorriendo calles, hasta el momento desconocidas, y compruebas por primera vez cómo el compromiso y el esfuerzo colectivo desafían las leyes de la física, la distancia y el espacio. Sientes que se ensanchan Dos Aceras para que en el centro haya espacio suficiente y pase entre vítores y piropos una Madre de Dios capuchinera.

Madre que cada año navega un miércoles por los caminos de la libertad y distorsiona el concepto más racional de las dimensiones para mostrarnos la belleza en su extremo más infinito. Y hasta la calle más ancha se queda pequeña.

Y ahí, siendo un niño piensas que, si alguna vez tienes que irte lejos, si alguna vez las circunstancias de la vida te alejan de tus raíces y no puedes estar donde quieres, allá donde estés, cerrarás los ojos y tus recuerdos dibujarán a la Paloma abriéndose paso por la Alameda de las emociones, mientras tus ojos se clavan en su mirada, te pierdes y sientes que tus manos acarician sus mejillas. Sí, si algún día estoy lejos, siempre será la Paloma, la que me traiga de vuelta.

Y sigues corriendo, tirando con fuerza de las manos de tus padres, todavía con la alegría del momento resonando con fuerza en tu corazón acelerado, y descubres que detrás del oro y la plata, tras la fragancia que brota de esas catedrales perfectas y que perfuman la belleza, entre el colorido de las filas nazarenas que alumbran el camino de quienes todos estamos esperando, aparece un dolor inhumano que provoca un viraje violento en el transcurso de las emociones. Y tú no aciertas a comprender por qué está pasando todo esto.

Levantas la mirada y lo ves a Él, aquel que te dijeron que era ejemplo de bondad, aquel que curaba a los enfermos, que protegía a los indefensos, que era amigo de sus amigos. Aquel que nos trajo el mensaje de Dios y que te dijeron que era el punto de encuentro en el que nace todo. Aquel que le dio sentido al verbo amar, que nos dejó el mejor legado de Esperanza, que vino para hacernos inmortales, se presenta delante de tus ojos de la forma más cruel que jamás pudiste imaginar, víctima del sufrimiento más extremo. Y no entiendes nada, quizás porque eres un niño.

Y ves cómo poco a poco le van empujando hacia el abismo. Lo cogen preso delante de tus ojos. Nadie te explica por qué son los suyos quienes le traicionan. Buscas respuestas mientras lo condenan y redactan la Sentencia de su muerte,

aunque todos saben que es inocente. Y cuando vuelves la cara, incrédulo por lo que está ocurriendo, lo ves derrotado cruzando el puente de su destino, mientras eres testigo de su Humillación. Te sobrecoge ver cómo le atan a una columna y le azotan hasta poder ver el miedo a través de sus heridas, mientras se desangra la sinrazón. Miras para otro lado para intentar no ver cómo se burlan de Él y le coronan de espinas.

Contienes la respiración cuando lo ves agarrado a la cruz, Redentor del Mundo, y cuando carga con ella sin posibilidad de vuelta atrás. Aprietas las manos con rabia cuando lo ves crucificado en el Perchel, Capuchinos, El Ejido, San Juan, Pozos Dulces, la Trinidad o la Victoria. Se te hace un nudo en la garganta cuando le clavan una lanza en el costado.

Y confuso, incrédulo ante todo lo que está pasando, sientes que todo se apaga con una ligera brisa de Expiración que va cortando el aire a su paso. Zarandeas las manos de tus padres, tiras de ellas, y miras hacia arriba, de un lado a otro,

buscando una explicación… mientras ves por primera vez la muerte delante de tus ojos. El dolor estremecedor de los suyos cuando lo bajan de la cruz, una madre desolada que sujeta a su hijo muerto entre sus manos, la impotencia y el silencio que trasladan el cuerpo inerte desde San Pablo y el funeral más sobrecogedor. Qué difícil es entender esta forma de morir siendo tan solo un niño.

Y, sin embargo, sientes la enorme necesidad de ser partícipe en primera persona de todo eso que acaba de ocurrir. Quieres encontrar respuestas y conocer más de cerca a ese que ha muerto delante de tus ojos.

Y en medio de una inmensidad de emociones descubres un mundo que te fascina y que te va hipnotizando a través de los sentidos. Un mundo que se esconde detrás de una túnica y de su anonimato. ¿Quiénes son? ¿Por qué lo hacen? ¿En qué piensan? ¿Qué sienten?

Preguntas que empiezan a encontrar respuestas la primera vez que eres nazareno.

La primera vez que vas a recoger la túnica, la primera vez que la sientes sobre tu cuerpo. Esa primera imagen de tu madre de rodillas cogiéndote el dobladillo y dándole ese trato de suma delicadeza. El mimo con el que cada año la airea y la cuelga de una percha para que no haya ni una arruga cuando llega el día grande, ese en el que eres testigo en primera persona de los distintos rituales que hay a la hora de prepararse para vestir el hábito. La sensación de ser nazareno en familia junto a los tuyos, de mirar a los lados y sentir el orgullo de pertenencia. La sensación de que estás con tus hermanos y que con ellos vas a seguir a Cristo, aquel que murió en la cruz por nosotros.

La primera vez que sientes cómo el cartón se te clava en la frente. Esa primera vez en la que durante horas te ves solo a pesar de estar rodeado de tanta gente, esa vez en la que empiezas a conocer tanto sobre ti, que descubres cosas que nunca imaginaste que existían. Y ves un mundo muy diferente al que conocías, a personas que te cautivan porque transmiten verdad. No las conoces, ni siquiera se parecen a quienes sueles tener cerca, como si vinieran de otro mundo, pero hay algo en ellas que no pasa desapercibido.

Pasan tantas cosas debajo de la túnica de un niño nazareno, que es difícil que se pueda comprender de primeras lo que significa vestir el hábito, pero sí se da ese primer paso fundamental para llegar a comprenderlo en el futuro.

Porque cuando eres niño, cuando todavía tu inocencia no está contaminada, realmente eres capaz de comprender la grandeza del anonimato. Ahí no existen fronteras, ni edades, ni condiciones, ni culturas. Nadie te pregunta lo que sabes, ni de dónde vienes, ni qué quieres ser de mayor. No importa que trabajes con corbata, con uniforme, con un mono, que solo tengas una muda que ponerte o que ni siquiera tengas trabajo. Da igual que vivas al sur, al norte, al este o al oeste.

Eres nazareno. Y lo serás por siempre porque en tu actitud y en tu vida diaria encontrarás el camino de la fe verdadera. Siéntete orgulloso de afrontar tu senda con las dificultades al cuadril y el rostro cubierto para que sólo te juzguen tus hechos. Eres nazareno. Del Señor o de la Virgen. Nazareno de los problemas, las injusticias y las enfermedades. Con la vida a cuestas en un itinerario que dura un ciento y que te llevará hasta Él. Nazareno de la fe verdadera. Nazareno del ejemplo. Nazarenos de Dios. Nazareno.

La búsqueda de la identidad propia

Vivimos en una sociedad materialista que aprovecha nuestro momento de máxima debilidad para ponernos por delante retos para los que quizás no estamos preparados. Una sociedad en la que lo digital, lo individual y lo superficial se imponen por obligación y no nos dejan ser lo que fuimos.

Hoy te quiero contar la historia de un adolescente, quizás tu historia, aquella que nos lleva en algún momento de nuestra vida, por las razones que sean, aunque a veces ni siquiera existan, a romper con todo lo que habíamos construido hasta ese momento. Miedos, complejos, que provocan que te declares en estado de rebeldía y que de pronto te conviertas en aquello de lo que huías. Y desde ese momento rompes con todo por un tiempo. Dejas de ser el que fuiste, olvidas lo que aprendiste, escapas de tus raíces y te escondes tras una viga de soledad que no deja

entrar a nada ni a nadie.

Y en esa espiral sin salida siempre hay una razón para volver. Un momento de debilidad, la marcha de un ser querido, recuerdos de un ayer que te hacían sonreír de verdad o sentir que estás solo y te falta el calor.

Y huyes abatido de ese lugar lleno de espinas en el que has estado metido tanto tiempo, sin rumbo fijo. Recuerdas con melancolía aquellos tiempos de sonrisa en los que eras tan feliz que no te daba tiempo a valorarlo. Y, de pronto, ves la puerta abierta, aquella que siempre ha sido tan familiar, aquella de pasillos largos, techos alto y viernes de vigilia. De carreras de la mano de tus padres. Y sin pararte a pensarlo, vas entrando poco a poco. Y allí está Ella, preparada para la ocasión.

Esperándote.

La miras desesperado, sin saber si quedarte allí o volver a salir corriendo. Le coges las manos y te entregas. Le confiesas tus miedos y debilidades y por una vez en mucho tiempo recuperas esa paz interior que había dejado de ser tan familiar. Y sientes esa necesidad de detener el tiempo para siempre, porque ahí todo transcurre de forma diferente y con más intensidad.

Y junto a Ella el corazón te late a ritmo de confesión sin límite, sin barreras, sin palabras escondidas, sin dibujos imposibles, sin medias verdades. Y cuanto más la miras, más cerca la sientes, más te encuentras contigo mismo y más curas tus heridas.

Unas heridas sanadas por la Fe y el Consuelo. Resucitadas por un lucero que se convierte en vigía del desvalido, y en el Monte Calvario encuentras la promesa eterna de la divina bondad. Junto a Ella, asomado al balcón de las emociones, sientes que no te hace falta nada. Te acunas en sus manos y haces de tu vida una ermita. Y de la ermita tu vida.

Y poco a poco recuperas tus raíces, recuperas lo que fuiste y vas dejando de tener miedo. Te sientes fuerte incluso para asumir la Soledad. Y entenderla. Quizás porque todavía recuerdas aquel momento juntos, los dos, en aquella capilla a oscuras, tú de rodillas, sobrepasado por un momento de intensidad extrema que te hace sentir que ahí estás todavía más cerca de Dios. Y caes rendido a la Buena Muerte. Preámbulo perfecto para que el mundo se detenga cuando Pasa la Soledad. Y con ella alcanzas la fe más plena, bajo su manto de luz, en la noche del Jueves Santo.

Ahora, ahora que la tienes tan cerca, sientes la enorme necesidad de tenerla siempre a tu lado. Porque es su Amor quien guía tus pasos; porque es esa Estrella que ilumina los viajes a tu infancia; calma tu Angustia en el barrio de tus

recuerdos; sueñas cada día con ser Rosario que se mezcla entre tus manos para poder tenerla cerca y susurrar al oído su Dulce Nombre.

Cuánto la echas de menos cuando no la tienes. Acudes desesperado a buscarla; a suplicarle que no falte entre los tuyos, ahora que es cuando más la necesitas. La persigues por calle Nueva, la coges de la mano en cada esquina de su barrio, y te sitúas ante Ella para confesarle tus miedos. Para pedirle que ayude a ese familiar al que tanto quieres. Rogarle que le deje entre nosotros porque todavía hay mucho que vivir y sonreír. Le suplicas una y otra vez porque es demasiado pronto para que se vaya con Ella.

Vas descubriendo sus Penas mientras se convierte en Mediadora de tu Salvación eterna. Vas creciendo junto a Ella, siempre como referente. Cruzas el Puente de la Aurora porque eres Cautivo de su belleza; porque es la rosa más bella y siempre tendrás Lágrimas que agradezcan Favores.

Y entre confesiones y suspiros, atraviesas calle Ancha entre recuerdos. Te sientes desubicado porque ya no es lo que era. Le han ido robando poco a poco su seña de identidad. Esa que entre los adoquines iba modulando la ansiedad por

acercarte a su Gran Poder y encontrar su eterna Misericordia.

En ese reencuentro sin límite por los barrios de tu corazón la encuentras a Ella. Lo sencillo. Lo puro. Lo etéreo. El consuelo de los pobres. De quien se hizo un barrio de seguidores a sus pies. La reina sin corona. La princesa sin joyas. La emperatriz sin palacio. Ella. La que siempre se asoma a tu paso victoriano. La que nos da su mirada como regalo verdadero. La que purifica el cielo. La que con su reflejo te adora. La del blanco verdadero. La coronada desde el cielo. La de la aurora, el jazmín y el clavel. La de las lagunillas en Pentecostés. Ella. La de los andares con salero. La del tronío. La que tanta gente adora. La que Málaga aguarda a cualquier hora. Sí, la Virgen del Rocío.

Y ahí te acuerdas del tiempo. Ése que desfila y no te espera. El tiempo es lo que pasa hasta que reparas en lo mucho que significa la Esperanza. Porque eres de todos y nunca te alejas. Porque eres el cielo verde de la historia de nuestra tierra.

Porque eres de un barrio que se fue, pero tú siempre nos esperas. Porque eres la Esperanza. La de todos. La centinela. Porque aquí somos de Ella. Aunque no quieras. Porque eres el infinito. Eres la vida entera. Por mi pueblo. Por mi gente.

Por mi fe. A ti, seremos siempre fiel, Esperanza Perchelera.

Y está la que siempre nos protege. La vigía en la ladera. La que aguarda nuestra espera. La fe más verdadera en ciento cincuenta años de patronazgo. La que viste sin vestir. La de la Maharaní. La de un barrio que es frontera. La victoria de nuestro credo en una ciudad en perenne pleitesía ante ésa que nos devolvió la fe.

Patrona de nuestras vidas. Con setenta y cinco años de realeza. Un premio para quien te reza por vivir con Dios siempre en ti. Virgen de la Victoria. Málaga dispuesta a tus pies. Por ti y para ti esta tierra. Por ti y para ti nuestra fe.

Y creer en Él. Y hacerlo a través de Ella. Y ser Viernes Santo en el duelo contenido de quien sabe ser promesa de lo bueno que está por venir. Y siempre la acompañas en esa doble curva de voz ronca que rompe el silencio de la noche. Ahí donde se concentran el luto y el dolor. Doble curva en la que se empieza a dibujar la esperanza de la Resurrección. Y mientras, la acompañas en la Soledad. En su Soledad.

Junto a Ella, encuentras tu propia identidad. Y en San Juan te haces esclavo eterno de su compañía, de su mirada, de sus manos, de su entrecejo, de su dolor. Tu compañera y confidente. Ese refugio en el que de verdad te sientes como en casa.

La única confesión sincera sin necesidad de realizarla, la verdad sin fronteras, el sentimiento sin aristas, la lágrima sin dolor, la esperanza sin color, el diálogo sin palabras y la calma. Y cuando tienes frío, sientes que te coge de las manos y te pone entre sus brazos. Y el frío es menos frío.

Ahí ya te quedas para siempre. Cubierto por ese manto verde que es el cobijo perfecto en el que te sientes seguro. En el que secas las lágrimas de angustia y recuperas la Esperanza que perdiste por el camino.

Y ahí con los tuyos, bajo su Gracia y Esperanza, renuncias a cualquier otro mundo. Ahí pones lo mejor de ti, cada paso, cada duda, cada éxito o cada sinsabor. Desnudas las carencias, debilidades y miedos. Ahí compartes todo con

los que están y con los que se fueron, pero en cierta manera siguen estando.

Sientes que la felicidad no tiene límites cuando compartes la alegría, y mil manos que te levantan cuando los golpes de la vida te obligan a poner rodilla en tierra. Y siempre Ella, con su mirada cómplice y su eterna compañía.

Y en ese tránsito entre la niñez y la madurez. En ese discurrir, en ese camino hacia el cambio, la Semana Santa te aguarda para enseñarte cómo pasar de un minuto a otro, de niño a hombre, siendo plenamente consciente de ello. Y ahí estás tú.

Frente al varal. Solo en el bullicio. Mirando el aluminio con el que tantas veces has soñado. Y sin darte cuenta ya estás dentro. Aguardando el momento en que suene la campana y exprimas tu fe traducida en esfuerzo. Y cierras los ojos. Y ya te has marchado como niño y regresas como hombre. Y de repente ya no eres el mismo, porque sabes lo que es y no quieres que se acabe. Y vuelves a cerrar los ojos. Y piensas. Reflexionas. Y no entiendes cómo ha sido, pero no te queda otra que rezar. Que pedir. Perdones y promesas. Y dejas de ser para ser más.

No podemos olvidarnos de que el relevo generacional es fundamental en las cofradías para que no se pierdan generaciones y podamos garantizar nuestro futuro.

Tenemos la suerte de contar con una juventud cada vez más formada y preparada, con inquietudes, capacidad de sacrificio, compromiso y dispuesta a asumir responsabilidades. No veamos en ellos una amenaza sino una oportunidad.

Las cofradías están obligadas a escuchar sus aportaciones y su forma de entender la vida. Especialmente esas generaciones, fundamentales en nuestra historia reciente, que lucharon contra viento y marea reivindicando un hueco para los jóvenes no pueden ser ahora un tapón para quienes pelean por lo que ellos pelearon. La vida en las cofradías necesita del equilibrio perfecto entre la experiencia y la juventud.

En vosotros, jóvenes, está el futuro. El consuelo y la alegría. Por saber que estáis ahí. Que ya sois presente. Y ante vosotros nos rendimos. Porque sois el néctar. La versión mejorada de otros que fueron referentes. El compromiso y la paciencia.

Para que perdure nuestra historia y mantener en plenitud la tradición de arraigo y esencia con vuestro fruto: la juventud.

El verdadero sentido de la penitencia

El principal patrimonio que tienen las cofradías son las personas. Personas como tú, que han acumulado experiencias, llenas de generosidad, de amor y de valores que se van sumando poco a poco a tu camino y hacen que vayas cada vez mejor acompañado.

Y es junto a ellos donde realmente te das cuenta de lo que significa ser cofrade.

Cuando sales a la calle orgulloso de lo que somos y de lo que hacemos. Y, sobre todo, cuando eres capaz de ver más allá de lo que nos permiten los ojos. Cuando eres testigo directo de ese cúmulo de sensaciones y experiencias que provocan nuestras cofradías en la calle o en el día a día. Esas que tú has vivido, que has sentido de cerca, que te han contado o que sencillamente sabes que existen.

Solo hay que viajar en el tiempo y darse cuenta de que aquello que te sobrecogía de niño cuando pasaba delante de tus ojos, aquel sufrimiento extremo, aquellas heridas, aquella sangre derramada, aquellos que provocaban ese dolor

insoportable no formaban parte de un mundo tan lejano o exagerado. Las mayores miserias del ser humano, las mayores injusticias, el dolor y el sufrimiento siguen siendo los mismos más de dos mil años después. Y más de dos mil años después seguimos encontrando consuelo, paz y perdón en el mismo sitio.

Solo hay que asomarse cualquier día, en cualquier barrio, a ese encuentro informal, improvisado, real y sincero de cualquier persona, da igual que sea cofrade, ni siquiera importa si antes había creído, lo que realmente importa es lo

que ocurre en ese instante, en cada suspiro de desesperación, ilusión o necesidad.

En ese momento en el que necesitas sentirte acompañado y encuentras cobijo, una mirada que te haga recapacitar, un sueño que recuperas del baúl de la melancolía para volver a creer que puede hacerse realidad. Un ruego, un miedo, una sonrisa, una esperanza. Todo vale.

Ese contacto diario a través de la necesidad, de la impotencia, de la sencillez, de la humildad, de la verdad y del diálogo constituyen el verdadero valor de las cofradías. Un valor que va mucho más allá de limpiar un candelabro, sacar una cruz guía, portar un cirio o meter el hombro en el varal. Va más allá de un cargo en una Junta de Gobierno o de que uno u otro sepa qué haces y por qué lo haces.

La cercanía que se vive en Nueva Málaga, Cruz de Humilladero, Trinidad, la Victoria, el Centro, las Delicias, Capuchinos, Malagueta o el Perchel, en sus iglesias y en sus capillas en el día a día.

Y, por supuesto, también en la calle. Esa explosión de gestos donde la vergüenza deja paso a la verdad. Donde cada uno es capaz de desnudar sus emociones sin que importe quién haya y qué piense.

La Semana Santa, las cofradías, nos dejan miles de imágenes y de historias que nos enseñan las distintas formas que hay de expresar lo mismo, y que demuestran la grandeza de un sentimiento del que todavía no se han encontrado las palabras exactas para definirlo.

Solo hay que cerrar los ojos, pensar, recordar, sentir o, simplemente, imaginar.

Historias como la de ese niño que tiene miedo a vivir, que no quiere ir al colegio porque el desprecio y la humillación de los demás lo tienen arrinconado.

No sabe lo que ha hecho ni lo que tiene que hacer, solo sabe que no es capaz de librarse de esos miedos, no puede pedir ayuda, ni sabe cómo hacerlo porque se siente culpable por algo que no ha hecho.

Y un día, escapando de ese camino rutinario en el que se enfrenta con su terrible destino, da con esa capilla a pie de calle, recorre la acera, cruza el puente y mira de frente la imagen de la calma, la serenidad, la paz. Y a su lado alguien que le resulta familiar. Sí, es Ella, llena de Gracia, de la que tanto le habían hablado. La que tenía tendida las manos para que pudiera cogerlas, la que sostenía a su hijo entre sus brazos, la que velaba por nosotros como vigía eterna de la protección, la dulzura y la entrega. Sin haberlo planeado, sin saber de dónde le viene el impulso, se agarra con fuerza a la verja, la mira y se derrumba. Se sincera. Va soltando y compartiendo esa sensación que le agarrota los músculos, que no le deja respirar y que le provoca un pánico indescriptible.

Y allí encuentra el consuelo, el apoyo, y la compresión. Y, sobre todo, allí expulsa sus miedos, se siente escuchado, protegido, acompañado y con fuerza para pedir ayuda y enfrentarse a su realidad, que ahora sí ya siente que es pasajera.

La historia de ese matrimonio al que la enfermedad le golpeó de la manera más cruel hasta resquebrajar en mil pedazos las ilusiones y ese futuro al que le acaban de poner los primeros cimientos. Un diagnóstico terrible para su

hijo de tres años que solo dejaba ver en sus ojos las ganas de vivir.

Después de que la medicina hubiera agotado todas las opciones no quedaba más que una luz blanca de esperanza, como esa que ilumina cada día a un barrio que es verdad en estado puro y que aguarda impaciente ese encuentro diario con la niña de sus ojos. Fueron muchas veces las que cruzaron el dintel de la puerta de San Lázaro para que intercediera por un milagro al que la ciencia ya había renunciado. Y fue un Martes Santo en medio de la inmensidad que rodea a una devoción que va más allá de un nombre, de un color o de un barrio, donde el tiempo se detuvo. Dos jóvenes llenos de fe le echaban un pulso al destino y posaban al hijo enfermo sobre el manto blanco del Rocío. En Ella quedaba la única verdad, la única esperanza a la que agarrarse.

Y donde no llegó la ciencia, llegó una vez más la fe. Cada momento, vivido con intensidad extrema. Cada día era un regalo y una victoria de la esperanza, cada día se marcaba más la sonrisa de una novia que era cómplice de un amor sin fronteras. Cada tarde de juego, cada noche de cuento, cada amanecer de Rocío, era especial, diferente y extraordinario.

Doce años de vida, doce años más de los que había augurado la ciencia, antes de que ese fruto de sus entrañas abriera la Puerta del Cielo para sentarse junto a su Madre para siempre. Y aquí, en la tierra, dos penitentes blancos eternamente agradecidos, que junto a Ella sienten que la vida no tiene fronteras de tiempo, ni de lugar, ni de espacio.

Dos nazarenos que sienten el verdadero significado de llevar el hábito y que viven con intensidad cada minuto del recorrido en el que rompen esa distancia infinita que separa el cielo de la tierra. Y comprenden que, aunque la ausencia física es la que más duele, nada muere si se siente con fuerza en el corazón. Y el corazón late a ritmo de recuerdos, de tardes de juego, de noches de cuento y de amaneceres de Rocío, que ahora ya son eternos.

Esa otra historia de la mujer que aguarda inquieta todo un año para poder seguirle, para ir tras sus pasos; para fijar la mirada en el crucificado que se eleva imponente delante de nuestros ojos y que nos hace comprender el verdadero

significado de nuestra razón de ser. Ella tiene la tremenda necesidad de salir a contarle todo lo que ha pasado, aunque Él ya lo sabe. Esta vez no quiere pedirle nada, esta vez la angustia y el dolor han dejado paso a la sonrisa, a la ilusión.

Esta vez solo quiere darle gracias, solo quiere contarle que su hijo, ese que tantos quebraderos de cabeza le había dado, ese que no terminaba de reanudar la marcha, por fin encontró un trabajo. Por fin salió de esa cueva que cada día se hacía más oscura y más inhabitable.

Después de tantas visitas, súplicas y ruegos; después de tantas noches en vela, va tras Él agradecida porque está segura de que le escuchó en cada visita, de que se hizo partícipe de su angustia y que ahora ha intercedido para darle esa oportunidad a su hijo. Y la familia vuelve a ser más familia.

O esa otra historia de unos padres profundamente cristianos, que formaron una familia como proyecto de vida, como fruto del amor en Cristo y en ellos. Y cuando todo parecía que rodaba a la perfección apareció el monstruo más

cruel, con cara de terrible enfermedad, que intentó arrebatarle lo que más querían.

Y en cierta manera se lo arrebataron.

Ya no sonaba la música, el director había perdido el control y la batuta. Y esos padres, la fe. Culparon de todo ese dolor a aquel sobre el que giraba su proyecto de vida. Destrozados, dudaron, rompieron con todo y se fueron del lugar del que venían.

Emprendieron una lucha sin descanso, corrieron a la desesperada de un lado a otro sin sentido, sin guion establecido y a contrarreloj porque cada día que se escapaba era un paso hacia el abismo. Llamaron a mil puertas, que se iban

abriendo y cerrando, dejando atrás un reguero de impotencia y desazón, mientras la llama se iba apagando poco a poco.

Hasta que un día una de esas puertas se abrió para siempre; al otro lado, una luz verde de hermandad y compromiso dispuesta a coger las mejores armas para vencer a la batalla imposible. Un equipo de guerreros dispuesto a meter el hombro en el varal del compromiso y de la ayuda a quienes más lo necesitan, a quienes sufren, quienes no tienen una oportunidad, quienes están solos o han perdido el rumbo.

Antes, antes de empezar la lucha, echaron el brazo por encima de esa familia y le acompañaron a ese lugar donde siempre se ganan las batallas. Los pusieron delante del motor de sus vidas, de su aliento, de su punto de encuentro, de su porqué. De la mejor arma jamás construida.

Ella, más bella que nunca, les estaba esperando, como siempre. Esta vez con sus brazos abiertos para volver a recibir a aquellos que se fueron por la senda del miedo. Allí estaban todos, los de siempre y los que habían vuelto. Todos junto a Ella, que dibujaba como nunca su media sonrisa. Sonaba Mater Mea. Mientras, la fuerza sobrenatural de la bondad, de la entrega y de la magia hecha carne y hueso daba zapatazos contra el suelo para conformar la sintonía perfecta del juntos podemos. De la hermandad.

Y esa familia volvió a creer. Volvieron a ver a Jesús, volvieron a escuchar su mensaje y a ver el amor de Dios en todas esas miradas que se reúnen cada año bajo un manto verde que es punto de encuentro perfecto, porque es donde todo

cobra sentido, donde todos renuevan su compromiso, sus valores y su amistad.

Y ahí también está él, ese padre coraje que había dejado de creer, que jamás se había asomado a una cofradía, que no sabía nada de esta forma de vida, y que, sin embargo, desde el primer momento que llamó a la puerta sintió que era uno más y que aquel era su sitio. Y ahora cada año recorre medio país para no faltar a su cita, para reunirse con los suyos, con aquellos que volvieron a escribir la palabra esperanza en su vida. Ahí está para meter el hombro en el varal y reafirmar que sigue siendo Ella quien tiene las respuestas a todas las preguntas.

Y mientras tanto, en esa espiral de magia, de rumbos distintos que siempre desembocan en el mismo puerto, el verde infinito se transforma en malva y en negro; la palabra hermandad adquiere su sentido más exacto; y ese manto que

recorre el albero donde los sueños le pegan capotazos a lo imposible, recoge ilusiones, súplicas, recuerdos y anhelos de cada uno, que acaban siendo de todos.

Y mientras todo eso ocurre, sigue sonando Mater Mea.

Historias como la de esa mujer mayor a la que de la noche a la mañana se le ha ido más de la mitad de su vida sin poder decirle adiós. Está sola, ya no tiene ese aliciente que le hacía despertarse cada día con una vitalidad renovada.

Siente que el amor es historia y que sin él no hay presente y mucho menos futuro. Y cada día sale en busca de una respuesta que le devuelva las ganas de vivir, de sentirse acompañada, escuchada y querida. De tener una razón por la que levantarse.

Y en esas noches de insomnio, se asoma tras la cortina y ve llegar a paso lento esa Imagen de Jesús cargando con la cruz, con la suya y con las nuestras. Esa imagen que le resulta tan cercana. Y se le empiezan a agolpar los recuerdos. Esos de cuando los dos iban juntos a su encuentro, cuando de camino iban hablando de todo lo que tenían que agradecerle, que contarle y compartir. Iban a hablarle del hoy y del mañana, de la familia, de la felicidad. Y de vuelta cada uno había contado su historia, pero también habían vuelto a escribir un nuevo capítulo de la que les unía.

Ese paseo rutinario, de ida y vuelta del amor, alcanzaba su máximo sentido ese día grande en el barrio, cuando llegaba el momento de salir a la calle, cuando la ansiedad tras el trabajo de un año entero se podía respirar en ese bullicio nervioso que es antesala eterna de la felicidad. Era el punto de encuentro de toda la familia, también de los vecinos, de la gente de siempre y de aquellos que, pase lo que pase o estén donde estén, siempre vuelven. Allí estaban siempre los dos, sus hijos y sus nietos. Todos con sus túnicas impolutas preparadas con mimo durante los días previos. Allí estaban mirándose a los ojos, dándole el sentido más perfecto a la familia. Antes de partir, una mirada al Señor, un gesto de compromiso, un rosario y el cirio. Una última mirada para ver que todos están en su sitio. Y los dos se

cogían de la mano, la apretaban y emprendían el camino para renovar su fe desde el gesto cristiano más comprometido y humilde.

Y mientras, el Nazareno avanza. Cuanto más cerca lo tiene, más lento parece que camina. Y en esa mirada encuentra su respuesta. Y sonríe. Y sin saber por qué, en medio del silencio de la noche empieza a sentir ese bullicio de tiempos no tan lejanos, el tacto de la túnica, como siempre perfecta, y ese pellizco en el estómago.

Y mira a su alrededor y vuelve a verlos a todos. Ahí están, cada uno en su sitio.

Vuelve a sentir cómo le cogen y aprietan la mano. Vuelve a sonreír y a sentir que no está sola.

Y por fin se da cuenta de que esa historia que les unía sigue estando llena de vida, que Jesús sigue siendo su punto de encuentro, que el amor no es pasajero y que pase lo que pase nunca habrá que escribir un capítulo final en esta historia que siempre será eterna.

Como estas, tantas y tantas historias, miles de personas anónimas que acuden cada día al encuentro con el Señor y con su Madre. Esos nazarenos y hombres de trono del día a día, esos músicos sin partituras, esos mayordomos de la verdad, ellos son los que realmente conforman las cofradías de nuestros barrios.

Los que después, desde el anonimato, se ponen la túnica para acompañar a sus Titulares o simplemente siguen sus pasos.

Esos cofrades, los que no buscan reconocimientos ni homenajes, los que nos dan lecciones con hechos, los de la penitencia diaria, los de la fe ciega y a veces desesperada, esos que no buscan nada más que una respuesta de quien solo puede darla son la verdad de la Semana Santa.

Y poco a poco vas entrando en una etapa de madurez que te permite asomarte a la ventana de la realidad de una forma diferente. Empiezas a entender que la formación sigue siendo esa asignatura pendiente que tenemos en las cofradías, esa de la que todos hablamos, pero a la que nunca terminamos de darle el verdadero peso que necesita. Y no es una cuestión generacional. Los cofrades tenemos que formarnos y darle el sentido que merece a cada una de las etapas que

afrontamos dentro de la hermandad. La formación es el eje permanente sobre el que debe girar todo.

Y así, desde esa perspectiva, empezamos a tomar conciencia de la importancia que debe tener el culto interno en las cofradías, más allá de ese bullicio que a todos nos pone los vellos de punta, más allá de ese día que concentra las

emociones de todo un año, tenemos que llenar las iglesias, arropar a nuestros Sagrados Titulares y darle sentido a nuestro ser cofrade y cristiano más allá de un día. Y así podremos descubrir, en esa distancia aún más corta, la magia que tiene ese diálogo cara a cara. Ahí, mirando de cerca la cara del Señor, tocando la cruz, agarrando sus pies y sus manos, sintiendo cómo aprieta la Corona de Espinas, compartiendo el dolor, el sufrimiento y la resignación… Y, por supuesto, con Ella, prendidos en esa belleza que se deja ver tras el Dolor, la Soledad y la Amargura, y que nos sumerge en el Amor y la Paz eterna que sientes cuando estás a su lado.

Experimentas nuevas sensaciones y formas de ver, entender y vivir las cofradías. Y ahora, además, las compartes con aquellos que ven en ti el ejemplo en el que crecer, el espejo en el que mirarse. Coges de las manos a tus hijos y te lanzas a la aventura de enseñarles esos valores con los que tú creciste junto a tu padre. Y los vas llevando por el camino de la fe y de las emociones.

Les vas enseñando aquello de lo que aprendiste, aquello en lo que te equivocaste, aquello a lo que seguiste, aquello que te cautivó y aquello en lo que crees. Cuidas con mimo cada detalle para que entiendan la procesión desde el principio hasta el final. Les explicas el sentido que tiene ser nazareno, los enseres, el guion, la cruz guía, el papel del mayordomo, los toques de campana, el sentimiento del varal, la penitencia, la devoción y la fe. Cada momento de la pasión y esos personajes secundarios. Qué significado tiene un atributo u otro. Las distintas advocaciones con las que procesiona la Madre de Dios. Los colores y los olores de la pasión. La voz ronca de la saeta que rompe en el silencio de la noche. Y el acompañamiento musical de quienes se dejan la vida en cada nota para que sean oración que

acompaña el discurrir de Cristo y de su Madre por cada una de las calles.

Y les explicas que la procesión empieza en la cruz guía y termina en el último músico, y que hay que respetarlo todo, desde el principio hasta el fin, que todos hacemos Semana Santa y que no se puede cruzar por el cortejo ni tampoco por en medio de una banda. A todo hay que darle su valor y sentido porque es un todo lo que nos enamora.

No hay mejor hemeroteca, mejor archivo, documentación o legado en el mundo cofrade que un padre al que le brillen los ojos mientras cuenta con entusiasmo las emociones que él vivió y sintió y las comparte con aquellos a los que más quiere.

Es cierto que parece mentira que esta ciudad no tenga todavía un monumento a las cofradías y a la Semana Santa. Pero no olvidéis que el mejor monumento que le podemos hacer nosotros, los cofrades, a esta que es nuestra pasión y nuestra forma de entender la vida es transmitir los valores que llevamos intrínsecos en nuestro ADN a las generaciones venideras. Ese monumento que nace en cada uno de nosotros, que florece en los demás y se multiplica, es el que debemos defender y construir, porque si no, si perdemos lo que somos, algún día habrá una escultura en la calle, se pasará delante de ella, pero nadie sabrá cuál es su significado.

Sí, monumento a la Semana Santa porque es de justicia, porque esta ciudad tiene la obligación de construirlo para que sea el reflejo de la aportación y compromiso de todos, pero el verdadero monumento debe nacer de nuestros corazones para que sigamos alimentando nuestra verdadera razón de ser generación tras generación y garanticemos el futuro de la Semana Santa.

Y en ese ciclo de las generaciones hay que saber poner punto y seguido a nuestra participación en las cofradías. Todo tiene su momento y quizás todo tiene su porqué. Por eso, igual que se llega, hay que ser generoso y saber cuándo

marcharse.

Transcurrir por la vida a través de las cofradías, te permite darle aún más valor a las cosas y entender que nuestra vida no termina en el varal, más bien todo lo contrario. Es ahora, cuando el esfuerzo colectivo requiere de esa renovación

natural, cuando debes empezar a darle sentido a todo lo que ha pasado hasta el momento.

Dejar el varal debe ser el primer paso para la experiencia cofrade más intensa que cualquiera de nosotros está llamado a vivir.

Y aunque te quiera explicar

lo que sufro… lo que siento…

cuando un varal se me clava

destrozando a fuego lento

las razones de mi fe,

las columnas de mi credo.

Ahora que quiero contarte

mi ilusión cuando nos vemos,

navegando con el trono...

atracándolo en mi puerto…

en el muelle del pregón

de mis dudas y mis sueños.

Presta atención un segundo.

Deja lo que estés haciendo.

Es a ti, hombre de trono,

a quien en este momento

le dirijo estas palabras

descubriendo mi secreto.

Yo os veía siendo un niño,

anhelando ser espejo

que refleje las virtudes

que tiene nuestro universo.

Hombres cabales de honor

y de Málaga… modelos.

Orgullo de una ciudad,

relicario de este pueblo,

que defiende tradiciones

rubricando juramentos,

abrazados al varal

y fundiéndose los cuerpos.

Los de alante, la cabeza,

y en la cola, ya dispuestos

van dando medio pasito

derrochando sentimiento.

Los del manto, fatigados

con calor y sufrimiento

dan escolta al submarino,

que faena sin aliento.

¿Qué más da la advocación,

con capillo o descubierto?

¿Qué más da si en la Esperanza,

los de canas en el pelo,

bajo el manto de la Virgen

van tejiendo un Evangelio

que se muestra por capítulos

de compromiso y esfuerzo?

Si también la Soledad,

agarrada al sufrimiento

con la pena entre sus manos

da cobijo entre sus dedos

a la angustia de una Madre

cuando ve a su Hijo muerto.

¿Si la gente del Calvario,

por citar cualquier ejemplo,

derrochan categoría

cuando llegan a su encierro?

¿Y si en Gracia y Esperanza,

trono de amor verdadero,

suspiramos por tu Gracia,

consolamos tus desvelos

y nos bebemos tus lágrimas

como antídoto al veneno

que es vivir sin tu mirada…

que es morir sin tu consuelo.

Qué más da si eres de un trono

famoso en el mundo entero…

o de una hermandad humilde

que casi parte de cero.

Importa la soledad

que se siente en el momento

en el que dejas tu alma,

e incluso el último aliento,

bajo un trono de esta Málaga

que a chorros se está muriendo.

Es ahí donde presientes

que es tan inútil tu esfuerzo,

que se derrumba tu fe…

y miras los nazarenos.

Sí, tan distintos a ti…

sin vanidades ni egos.

Sin envidias ni rencores,

envueltos en ruan negro.

Si pudiéramos comprar

el más oscuro secreto

estoy seguro de que todos

perderíamos dinero

para poder manejar

como queramos... el tiempo.

Ese tiempo que nos mata.

El maldito segundero.

Esos pasos que se dan

sin poder volverse luego.

El tictac de nuestras vidas…

el cruel final de este juego.

Cuando dejas de escuchar

en el varal los silencios,

que son el grito del mundo

ahogados en el desierto…

Es la hora de asumir

que hasta Dios en el madero

su vida en brazos del Padre

puso exhalando su aliento.

Cuando crees que todo acaba,

si en el trono fuiste honesto,

sabrás que no es el final

sino más bien el comienzo.

Plancha despacio tu túnica,

con cariño, con esmero,

con la pasión que fajabas

tu cintura ante el esfuerzo

de pasear aquel trono

en una nube de incienso.

Coge gozoso tu cirio

siendo luz para el misterio,

escoltando a tus imágenes,

renovando el sacramento

de salir con tu hermandad

hasta que llegue el encuentro

y frente al Padre sentir

que estás al fin en el cielo,

orgulloso de tu historia

y decirle sin complejos...

¡Que yo fui tu hombre de trono

y ahora soy tu nazareno!

Una huella para siempre

Con el tiempo te vas dando cuenta de que cada paso que das deja una huella en aquellos que han visto en ti un espejo en el que mirarse.

Y el orgullo se mezcla con la responsabilidad porque no es fácil dejar un legado sólido para que ese tronco de la fe, que es la base sobre la que crecen las cofradías, sea lo suficientemente fuerte para que nunca se tambalee.

Desde la distancia y la experiencia, algo más lejos del día a día, pero con más compromiso que nunca, vas dejando paso a aquellos a los que el ímpetu, la ilusión, las ganas y la intensidad devocional les llevan por aquellos caminos de la entrega y el compromiso que tú también recorriste en cada etapa de tu vida. No estás, pero tampoco te has ido porque te sientes importante en las pequeñas cosas: en un consejo, en aquello que hacen como tú lo hacías, en una mirada de admiración de quienes ahora asumen responsabilidades o simplemente viendo desde la distancia como todos ponen lo mejor de sí mismos al servicio de los demás, de Jesús y de su Madre.

Y ahí sigues, con tu túnica puesta, sin echar de menos el varal y sintiendo que ahora eres de verdad un nazareno. Ahora que tienes más tiempo, ahora que le das la verdadera dimensión a las cosas, te acercas cada vez más a Jesús a través de esas personas que más lo necesitan. La Fundación Corinto, Cáritas o la obra social de las cofradías son tu canal perfecto para afianzar ese compromiso de fe, que ahora tiene más sentido que nunca.

Aunque en cierta manera sientes que quizás no es suficiente, que además de todo eso tienes que ir un poco más lejos y darle tu aliento a aquellos que han perdido la esperanza. Tender tu mano a quienes la sociedad margina, apalea y lapida. Acoger a aquellos que sufren simplemente porque son diferentes. Acudir a los hospitales a 68 consolar a los enfermos y aquellos que han caído en la desesperanza. Secar el sudor y la sangre a quienes sufren los efectos de una sociedad injusta, y salir en busca de aquellos que huyeron del Señor porque no supieron entender su mensaje.

Siempre con la túnica puesta porque ya no te quieres bajar de esa forma de vida que has ido puliendo poco a poco y que ahora alcanza su verdadero significado. Y lo haces junto a aquellos que se han ido sumando a tu aventura a lo largo del camino, porque la fe, al fin y al cabo, se la debemos también a quienes nos han enseñado las distintas formas que hay de alimentarla; a aquellos que nos han mostrado cómo amar a Dios y a su Madre desde los hechos, desde la verdad, desde la generosidad. Somos cofrades por lo que sentimos y por lo que vivimos, pero también porque compartimos esa pasión, esa inquietud y esa admiración con otras muchas personas en la calle, en los cultos o en cualquier rincón donde también se hace hermandad.

Y en todo este trayecto, llega un momento en que la vida pasa por delante de nuestros ojos de la misma forma que lo hace la Semana Santa por las calles de nuestra ciudad. Siete días intensos que siempre transcurren por la curva de las

emociones, que comienza con la alegría de Jesús entrando en Jerusalén, pasa por el sufrimiento a través de su pasión y su muerte, y termina con la gloria de la Resurrección, el verdadero pilar de nuestra fe.

Cristo Resucitado nos permite vivir en un círculo de experiencias que sabes cómo y dónde empieza, y que en realidad nunca termina; porque de una forma u otra siempre permanecemos en los demás a través del recuerdo, de nuestras obras y de los sueños de aquellos con quienes compartimos experiencias, formas de vivir y de sentir. Aquellos con quienes lloramos, reímos, sufrimos y fuimos de la mano.

Aquellos con los que vivimos.

Y aunque parece que se fueron, siguen estando entre nosotros. No habrá Lunes Santo que se abran las puertas de Santo Domingo y que no sintamos el orgullo por el legado que nos dejó Jesús Castellanos. Todavía podemos sentir de cerca los abrazos y la bondad de Agustín del Castillo; seguiremos escuchando como Pepe París nos habla de Jesús Cautivo; veremos cómo Luis Méndez se pone su túnica verde y sonríe a los suyos, a sus nietas, mientras mira de reojo a su Virgen de la Esperanza; o escucharemos las órdenes de Salvador López en la cola del trono de la Virgen de la Soledad.

Y este año más que nunca retumba aquí en la tierra la voz de Antonio Garrido.

Eterno pregonero que está más cerca que nunca de su prisionera del romero a quien ya le susurra al oído aquello de:

Yo quiero ser la última vela que se apague en tu trono, la lágrima que se caiga en tu peana, una flor marchita por amor cansada. Yo quiero retenerte en mi pupila mientras mi corazón, vendaval de pasiones, te grita un viva muy grande que no cabe en el pecho. Yo no entiendo de teología, sólo te quiero más que a mujer cualquiera.

Y como fuiste llegando, poco a poco, también despacio y sin hacer ruido te vas alejando por la senda de la vida. Sin protagonismo, tu presencia se va diluyendo, mientras vas dejando todo en su sitio.

Antes cogiste tu cirio para estar cada vez más cerca de su lado, en ese lugar en el que no hace falta mirar atrás para sentir su presencia. Ahí la única distancia que os separa es la luz de esa llama que la ilumina. Y tú, tranquilo, sereno, viajas lentamente a través del tiempo saboreando cada momento. Y estás convencido de que ha merecido la pena.

Mientras tanto, todo sigue transcurriendo de la misma manera que lo hacía antes.

Como un engranaje perfecto, cada uno cumpliendo su función, sabiendo que nadie es más importante que nadie. Unos entran y otros salen, pero todo sigue funcionando igual que el primer día, por mucho que pase el tiempo. El tiempo, el

tiempo… ese cruel enemigo, al que solo vencemos cuando dejamos de medirlo por lo que nos queda y lo hacemos por lo que llevamos recorrido y por lo que dejamos en los demás.

Y, de repente, llaman a la puerta. Suenan voces a lo lejos y sientes como alguien corretea y poco a poco se va acercando hacia ti. Tus manos arrugadas recorren las mejillas de un niño que se sienta en tus rodillas. Y empiezas a contarle las historias de aquella paloma, de aquel bandolero, El Rico que siempre da una segunda oportunidad o esa de Jesús Cautivo que te contaba tu abuelo. Le miras a los ojos, brillantes, llenos de inocencia y ves con orgullo cómo hace suya cada aventura.

Y por ese cruce de miradas pasa tu vida entera. Escuchas a tu padre cómo te despierta en ese primer Domingo de Ramos que vivisteis juntos. Te vuelves a declarar en rebeldía con el mundo mientras rompes con todo lo que fuiste. Y te reencuentras en el mismo sitio, cuando vuelves a caer rendido en brazos de aquella que te levantó tantas veces y que siempre te puso en el camino. Aquella que fue tu consuelo, tu desahogo, tu consejera, tu madre y tu amiga.

Sigues perdido en la inocencia de esos ojos y, mientras, vuelves a vestirte de nazareno juntos a los tuyos y sientes la felicidad cuando regresas con ellos al templo. Vuelves a sentir cómo el sudor y las lágrimas se funden bajo el varal de las emociones que te provoca llevar a la Madre de Dios sobre tus hombros y en tu corazón.

Y te emocionas una vez más con aquellas historias del día a día en los barrios.

Vuelves a dar un paso al lado para darle la oportunidad a una juventud preparada, formada e ilusionada que pone lo mejor de sí misma al servicio de todos. Sientes que vuelves a estar junto a los tuyos bajo aquel manto de luchas y emociones compartidas, donde siempre estaréis juntos pase lo que pase. Vuelves a coger las manos de tus hijos para enseñarles aquello que te había enseñado tu padre; y los ves partir, aunque nunca dejan de mirar atrás para buscar tu complicidad y tu consejo. Y al dejar el varal vuelves a ser nazareno para ir poco a poco acercándote a Ella sin hacer ruido.

Bajo la túnica asoma tu mano, suave y arrugada, que deja ver el paso del tiempo, ese que mides por lo que llevas y por lo que dejas. Muy despacio la pones sobre su hombro. Y ellos, padre e hijo, se miran y se agarran con fuerza, mientras se adentran en ese mundo que han construido contigo.

Y tú te vas alejando poco a poco. Estás donde siempre quisiste, donde siempre estuviste, donde siempre estarás.

Tenemos por delante un reto que tenemos que afrontar entre todos. Nuestro compromiso cristiano y cofrade no se puede reducir a siete días al año, ni siquiera a cuarenta. Ahora más que nunca, tenemos la obligación de mantener ese compromiso durante todo el año. Especialmente en el día a día, en el encuentro permanente con Nuestros Sagrados Titulares. En la capilla, en las distancias cortas. Mirándonos cara a cara a nosotros mismos, haciéndonos preguntas, buscando respuestas y quizás encontrándolas. Ahí tenemos que estar porque ahí nace todo: en ese rincón donde

no existen horarios ni recorridos; donde no hay orden procesional ni enseres; donde no hay que coger cirios ni meter el hombro en los varales; ahí donde no suenan las campanas ni existen crucetas musicales; ahí donde el único espectador eres tú mismo. Ahí es donde debemos renovar nuestra razón de ser y los valores que nos han traído hasta aquí y que nos han hecho ser lo que somos.

Cofrades, ya ha llegado la hora. Ya está aquí ese tiempo que hemos esperado y añorado, ese en el que salimos a la calle para demostrar públicamente quiénes somos, de dónde venimos y qué nos mueve. Esos tiempos en los que los sueños se convierten en realidades.

Salid a la calle a rezar sin complejos. Desde un balcón, desde una silla, en un encierro, en una salida, en cualquier rincón o en cualquier momento. Rezad bajo la penitencia del hábito nazareno, en el esfuerzo colectivo del varal, en cada nota de los instrumentos, con cada color que salga del pincel, con cada cincelado o golpe de gubia, rezad en cada flor y cada alfiler que salga de vuestras manos. Salid a expresar vuestros sentimientos sin miedos y con la libertad que os dicte vuestro corazón.

Ahora. Es ahora cuando ya no podemos dudar, cuando no podemos mirar para otro lado, cuando tenemos que ir todos a una y defender lo que verdaderamente nos une.

Es cierto que corren tiempos difíciles para la coherencia y el respeto. Tiempos en los que lo digital y lo individual se imponen casi por obligación en una sociedad que cada vez tiene menos identidad. Pero nosotros no podemos ser cómplices indirectos de quienes nos atacan, quienes no valoran lo que somos ni lo que veneramos.

Cofrades, ya ha llegado la hora. No olvidéis que nuestra mejor arma es y será siempre el amor, y de ahí nace la hermandad. No podemos renunciar a eso y mucho menos ahora. No se nos puede llenar la boca para defender los valores cristianos de puertas hacia fuera y darle la espalda de puertas hacia adentro.

Tenemos que darle sentido a nuestro ser cofrade desde la raíz, desde la verdad y esa no es más que una. Tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos: ese es el verdadero mensaje, de ahí nace todo, es lo que le da sentido a lo que vamos a vivir en apenas siete días. Tenemos que cambiar el rencor por el amor y dejar de lado las aspiraciones individuales para anteponer siempre lo colectivo. No veamos como enemigos a quienes son nuestros hermanos en Cristo, no lo hagamos porque entonces nada de esto tendrá sentido.

Ya llegas y me muero. Y muero porque te quiero. Porque te estábamos esperando. Porque siempre te echo de menos y ya siento que te estás marchando.

Por eso te anhelo. Por entero. Semana Santa mía. De mi alma. De este teatro entero. De un pueblo que te aguarda en un sueño verdadero.

Y lo hacen con alegría. Dando su vida. Su trabajo. Dando el tiempo. Para que llegado el momento quede el silencio como fiel compañero de la espera. Ese silencio ruidoso. Esa calma traicionera. Los nervios de quien la viste. Y el viento que nunca espera. El acerico preparado. Sus camareras. La lanceta bien cogida.

Las joyas que ya le cuelgan. Ten calma, vestidor. Descansa. Que es la espera. Que tu vida es su decoro. Que su rostro es tu promesa. Que la cuidas como a un tesoro.

Y en unos días celebras, que tus manos bendecidas, la sigan haciendo reina.

Llega la hora. Y parece que no llega. Para ver en la calle, a quien de tus manos saliera. Que vas a ver al Señor. Ese que te huele a madera. Ese que te acompañó tantas noches en vela. Y ahora se va. Sale fuera. A que la gente lo quiera. Como tú lo adoras. Como quisiste que naciera. Y dices que es una obra. Pero a ti no hay quien te crea. Porque lloras cuando pasa. Porque pasa y no se aleja. Porque eres su imaginero. Porque en su cara reflejas, el sentir de todo un pueblo. La pasión que nos contempla. El amor a un Dios perfecto. La exaltación… de la madera.

Que nos alcanza. Que lo huelo. Que me llega. Que la parroquia es de colores. Que huele a flores. Que están perfectas. Que no has dormido esta noche para que se abrieran mientras esperan. Que adornas con pureza la pureza. Que es un jardín de flores. Que son tus manos pradera, para vestir de frescura una fe que es verdadera.

Que se acerca. Que lo escucho. Que en tus sueños no te dejan. Que quieres que llamen tres veces. Que se abran las cancelas. Y empieces a interpretar la gloria de nuestro credo en la tierra. Que eres músico de la madera. Que no compensa. Pero no piensas. Porque es tu vida. Y la deseas. Porque rezas con partitura y adoras con la corneta. Sois el eco de Dios. De Dios tallado en baquetas. A vivir buenos hermanos. A cumplir con la promesa. Y a dejar en vuestros labios el compás de quien te reza, orando siempre dos veces, como San Agustín nos concediera. Ahora es vuestra hora. La que siempre queréis que sea. Poemas que suenan sin letra.

Sonidos de tus adentros. Complemento pluscuamperfecto. Las bandas… de nuestra tierra.

Todo es nervios de esperanza. Todo. Tu casa. La espera. La inquietud de quien se sabe portador de una belleza. Esa que te acompaña a diario, pero solo un día la llevas. Esa sonrisa enmascarada con gestos de calma tensa. Tu madre siempre nerviosa. Que tengas cuidado. Que eso pesa. Tu padre siempre en silencio. Con el nudo que lo apodera. Que está viéndose a él mismo. Y ahora de ti espera, que la lleves con orgullo como él hizo con Ella. La túnica bien planchada que arrugas solo con verla. El cíngulo mal anudado. Sosteniendo el corazón que te lleva. Que das comienzo a una vida, que es muy corta, pero la marca por entera. Vas a ser hombre de trono. Y lo haces por vez primera. No se olvida. Siempre dura. Hasta el día en que te mueras. Por eso, aprovecha el momento. No lo pienses. Solo reza.

Cierra los ojos, hermano. Escucha el crujir en tu oreja. Siente la soledad de quien trabaja a su vera. Que estás solo, aunque no lo creas. Y empuja. Sufre. Que llevas la gloria misma rodeada de pureza. Que es Málaga. Que es tu tierra. Que la gente cuando pasa llora, pide y lamenta. Ten respeto. Es la reina. Que la vida son dos días y uno lo vives con Ella.

Parece que estás soñando. Y no es sueño. Es que llega. Y es la hora de tu rosario.

De tu gesto. De tu ausencia. Es el momento preciso para ser procesión entera.

Porque tú das el sentido. Porque tú eres quien queda. Porque por ti aquí estamos.

Porque sin ti nada se espera. Porque eres nazareno. Porque eres, Dios lo quiera, el futuro de nuestra planta como ejemplo de vida cofradiera. Valiente sin movimiento. Ojana de quien flaquea. Sin carteles. Sin misterio. Solo. Recio.

Con la vida bien cubierta. Y un camino poco cierto para acompañarte siempre cerca. Bien por tu valentía. Bien por saber ser promesa. Bien por vestirte en silencio. Bien por dejar que lo hiciera, cada año y con orgullo, unas manos que te quieran. Porque vestir al nazareno es otorgarle grandeza, a unas ropas que defienden la tradición de nuestra tierra. Que no vale con echarse una capa y guardar cola. Que hay que saber llevar la cruz, en el hombro y a su sombra. Y tras de ti, Señor, te llegan. Sin que descanse en el suelo. Hombres, mujeres y niños. Siempre serios.

Sin aliento. Con un único objetivo: serte fieles al encuentro y por ti ser bendecidos cada año con tu duelo.

Creo en la resurrección. Vida eterna verdadera. Y hay que creer en Él. Porque vivirás aunque Él muera. Lo dijo Juan, que le creyeran, pues así conseguirían vivir para siempre en la fe. La fe de entender a Dios. A su hijo. A la madera. La fe de sentirse cristiano en un mundo de luz y tiniebla. Pues nada tendría sentido, ni flor ni morillera, si no asumimos los versos que Santa Teresa compuso con celo: Que en la cruz está la vida, y el consuelo, y ella sola es el camino, para llegar hasta el cielo.

Que ya te veo venir. Y tus miedos manifiestas. Porque te asusta que se pase. Porque no crees que ya llega. Por esa percha que cuelga con la túnica nazarena. Por el artesano que repasa. Por el cartelista que tiembla por ver en su mano el martillo por el honor de su proeza. Tranquilos. No estad nerviosos. Que ya viene. Que está cerca. Que no te tiemble el pulso. Que no llores. Que aún no pega. Pero hazlo por dentro. Ve rezando. Que no cuesta. Que nuestro pueblo está de gala. Y sus calles lo reflejan. Vístete de limpio por dentro. Y vete arreglando por fuera. Y no te olvides de tu padre. Ni de tu madre. Ni de tu hijo. Ni de tu abuela. Porque aquí se trata de amor. De quererlos como a Ella. Porque te estábamos esperando. Porque siempre te echo de menos y ya siento que te estás marchando. Por eso te anhelo. Por entero. Semana Santa mía. De mi alma.

De este teatro entero. De un pueblo que te aguarda en un sueño verdadero.

Ya llegas y me muero. Y muero porque te quiero.

HE DICHO.

Este pregón terminó de escribirse el 8 de febrero de 2018, coincidiendo con el LXXV Aniversario de la Coronación Canónica de Santa María de la Victoria, Patrona de la Diócesis de Málaga.