Ojeaban unos ángeles su álbum de amaneceres. Alababan a Dios admirando su infinita creación, la inconmensurable belleza del universo celeste, la indescriptible variedad de luminosos horizontes, la multitud de colores y matices entre millones de astros y galaxias. Mas un arcángel les habló de una alborada aún más hermosa que aquéllas. Existe una ciudad en la Tierra bañada por una pequeña bahía, les dijo, en la que una vez al año en el periplo de su estrella solar surge una alborada distinta y simpar. No lo es por el despunte deslumbrante de la luz ascendente, ni por su reflejo de plata en el espejo de las aguas, ni por la brisa fresca que todo lo envuelve. Tampoco por el brote ansioso del azahar en sus ramas, ni por la tensión de la piel de cada tambor en su caja, ni por el estremecimiento de cada pabilo ante la llama que intuye, ni por el trino de los gorriones imitando las cornetas. No, enfatizó el arcángel, lo diferente y maravilloso, lo sorprendente y formidable de esta aurora es el sueño dulce de los niños, su ilusión plena y anhelante por despertar en su Málaga y muy temprano para ir junto al Señor en la Mañana de las Palmas. Ninguna hermosura como ésa. Ninguna tan conmovedora. Tan virgen y tan tierna, tan espontánea y tan viva. Tan sentida y tan profunda. Tan ferviente y tan amorosa. Tan auténtica como plena. Tan alegre y tan sincera, y al par -concluyó con melancolía el ángel- tan efímera€

Seguramente no haya cofrade adulto con una fe más limpia y fraternal que la de un chiquillo pollinico. Uno mira esos nazarenillos tan pequeños e inocentes, tan felices y confiados, que sólo puede contagiarse de su alegría y evocar aquella primeriza, sencilla y propia devoción infantil.

«Tenéis que haceros como niños para entrar en el Reino de los Cielos», nos dejó dicho Jesús, y acaso se refiriera a esos críos entusiasmados y con ramitas de olivo entre sus manos. Resulta duro asumir cuán pocas veces buscamos al Señor con espíritu de niño. Por eso me consuela, y mucho, que cada Domingo de Ramos sea Él quien salga a la calle a buscarnos a cada uno para devolvernos el alma del niño que fuimos.

Bendita sea, pues, la Mañana de las Palmas, porque bendito es, desde luego, el que viene en nombre del Señor.