Cerrar los ojos, a tan solo unos días de la gran celebración, supone una temeridad parecida a la del funanbulista frente al abismo. Cuando el cofrade abre su mente ante la primera luz de la mañana del día siguiente, en su cabeza, solo siente el ruido de los engranajes que han sido ajustado al milímetro durante toda la Cuaresma. No es más que un rumor porque las ruedas dentadas están bien engrasadas por el esfuerzo de la organización, el tiempo y la sangre. Son recursos derrochados en los últimos 40 días.
Dejar de lado el más privilegiado de nuestros sentidos, cerrando los ojos, es quedar desnudos ante lo que viene. Así perdemos ese vínculo con lo ancestral. Nuestro cerebro reptiliano, que nos ha preservado como especie frente al peligro del día a día, y nuestra imaginación nos colorea una instantánea de lo que puede ser un gran día.
Conocemos cada esquina, cada recodo, cada dificultad de la ruta nazarena y los balcones de los que cuelgan los recuerdos de los que ya no están, pero habitaron en esas mismas devociones con otras caras, otras familias y parecidas emociones. Los reposteros buscan la caricia de un viento que trae noticias de muerte y resurrección.
Mirar por el ojo del capirote nuestra Semana Santa va más allá de la actual nitidez del 4K. La naturaleza nos dotó de unas pupilas que, como objetivo óptico de nuestra memoria, nos permite deslumbrar el fotograma del instante preciso, sobreexponer el celuloide vital de un desfile procesional o atemperar la luz que impresione la instantánea de la mil veces repetida devoción popular y callejera.
Seguimos mirando ese punto mágico de la mano de tu padre y la tuya en plena transmisión de sapiencia cofrade. Buscamos en los anaqueles a los abuelos que mimaron nuestra religiosidad más allá de los textos sagrados y las películas de Hollywood. Valoramos los afanes de nuestras madres en aquellas diminutas cocinas de Cuaresma y recordamos aquella vibración en el seno materno cuando los penachos blancos de los Bomberos de Málaga se mueven en la fotos mágicas de nuestros smartphones.
En la papelera de reciclaje de nuestra mente quedan aquellas imágenes que salieron movidas por el paso cambiado de una mala partitura, de una túnica manchada por la prisa o del cirio apagado por el viento de aquellos que no ven más allá del mero espectáculo en la calle.
Cada nazareno tiene su álbum personal de fotos. Cada hombre de trono su imagen reflejada en el aluminio y el esfuerzo compartido. Cada cofrade lee en la orfebrería de su bastón un lenguaje en Braille que solo entiende su alma. Cada mano siente el calor de la llama que consume la cera que ponemos al servicio de nuestra fe. Cada músico ve la procesión, por encima de la partitura, entre un sinfín de notas musicales que marcan su banda sonora. Cada año tratamos de poner en común nuestros sentimientos y darle a la ciudad, al pueblo, al barrio donde habitamos los días más bonitos de convivencia y puesta en común.
Estamos preparados con nuestros sentidos afinados y dispuestos. Si la emoción les embarga, dejen que las lágrimas limpien sus ojos de tanta rutina y el objetivo estará preparado para captar, con absoluta fidelidad, los momentos con los que se amasara el pan ácimo que alimentará nuestros recuerdos.