El 30 de enero de 1889, un príncipe austriaco, que nunca sería emperador, y su amante adolescente fueron hallados muertos en el pabellón de caza del palacio de Mayerling, en las afueras de Viena. Ese día, a las siete y media de la mañana, el primer criado del archiduque Rodolfo de Habsburgo, se dirigió hacia el dormitorio de su amo para comunicarle que ya era la hora de salir a cazar. Llamó a la puerta y no recibió respuesta. Sabía que había pasado la noche con una mujer y no deseaba importunarle, pero tampoco desafiar su malhumor en el caso de perderse la larga jornada de montería que tenía por delante. De modo que recurrió a un tercero, el conde de Hoyos, amigo y confidente del Príncipe, quien decidió tirar la puerta abajo con la ayuda de un hacha. El espectáculo que contemplaron tardarían en olvidarlo. Sobre el lecho yacían los cadáveres; el del Archiduque se encontraba aún caliente. Las preguntas sobre lo que ocurrió no se han detenido y el misterio sobre las causas que rodearon al caso prosigue bastante más de un siglo y dos décadas después de aquello.

La Casa Imperial informó por medio de un comunicado que Rodolfo, único hijo varón del emperador Francisco José y su esposa Isabel, la desdichada Sissi, que encarnaría Romy Schneider en el cine rosa de los años 50, había disparado con su escopeta de caza a la baronesa húngara María Vetsera, de 17 años, que habría aceptado la idea de seguir a su amante por amor. La tesis oficial fue rechazada por los adversarios políticos del emperador, y los escritores románticos aprovecharon el funesto incidente para convertir a los dos amantes en personajes de novela. Pero realmente nadie supo exactamente lo que ocurrió en Mayerling aquella noche. Algunas hipótesis, las más extravagantes, apuntaron a un envenenamiento urdido por los francmasones, y también a un desesperado suicidio de Rodolfo tras la muerte de María supuestamente por causa de un aborto fallido.

Las tesis más manejadas son que el archiduque Rodolfo, a quien su padre había apartado de las tareas de gobierno por sus flirteos con la oposición húngara y su papel protagonista en una conspiración para resucitar el reino de Hungría, tuvo miedo de que sus intrigas políticas salieran a la luz y convenció a la jovencísima María para que le acompañase en el último viaje. Los restos mortales de Rodolfo recibieron sepelio imperial en la Corte de Viena, sin embargo la baronesa Vetsera fue enterrada con prisas en el monasterio cisterciense de Heiligenkreuz para evitarle más ingredientes al escándalo. Nunca se realizó una investigación científica sobre las muertes pese al interés morboso despertado por la historia.

La baronesa Vetsera, al igual que la bailarina gitana Tadea Mirszlac, la mujer con que se estrenó en la cama el Archiduque, tenía fama de casquivana hasta el punto de presumir en público de no usar bragas. En una ocasión, se levanto el vestido delante del propio heredero, a la entrada de una fiesta, para demostrar que no iba de farol. Cuando conoció a Rodolfo de Habsburgo, éste era un hombre adorado por la sociedad vienesa y el hecho de que su esposa Estefanía se negaba a acostarse con él pertenecía ya al dominio público. María desplegó toda su belleza, el encanto exótico y su descaro entre las sábanas para conquistar a Rodolfo que, a pesar de su trayectoria y experiencia con las mujeres, cayó rendido. La rumorología se ocupó de tejer una leyenda erótica en torno a la relación de la pareja. Según ella, Vetsera no se conformaba con el papel de querida y le exigía que se divorciase de su esposa. Jamás escatimó recursos para mantener enganchado a su amante: a los afrodisíacos se sumaban los encantamientos gitanos, lo ataba al lecho para hacer sesiones de sadomasoquismo. Rodolfo se mostraba feliz, aunque de vez en cuando emitía señales pidiendo auxilio.

A principios de los noventa, una revelación vino a arrojar nueva luz sobre el suicidio de Mayerling. La historiadora Brigitte Haumann hizo pública la existencia de un cofre con un revólver que supuestamente había pertenecido al archiduque Rodolfo y que hacía diez años conservaba en su poder el entonces octogenario y ahora recién fallecido duque Otto de Habsburgo, hijo de Carlos I, último emperador de Austria, y el último también de una dinastía que nació de los vientos de la felicidad y acabó alumbrando la debacle. Junto al revólver se hallaban unas cartas de despedida, mechones de cabello de los dos amantes y un pañuelo. El cofre permaneció durante años en poder de los descendientes de un alto funcionario austríaco que emigró a Estados Unidos en los años treinta huyendo del nazismo.

Los mechones de pelo ocupan un lugar especial en la memoria de aquel triste suceso. De hecho, cuando Isabel de Baviera fue asesinada en Suiza llevaba consigo hebras del cabello de su hijo Rodolfo, de cuya muerte jamás se pudo reponer. Si la incomparable Sissi fue la tercera víctima del incidente de Mayerling, Austria-Hungría resultó ser la cuarta, al precipitarse el imperio en una cadena de acontecimientos que llevarían a su desaparición y, con ello, al final de una era y de una forma de vida Europa.

Al quedar sin heredero, el emperador Francisco José trató de suplir el vacío con su sobrino Francisco Fernando, que tampoco cumpliría los designios. Cayó abatido por las balas un 28 de junio de 1914 en Sarajevo en compañía de su esposa Sofía y aquello fue la llama que prendió la mecha de la Gran Guerra.

Pero el imperio de los Habsburgo, surgido de las alianzas matrimoniales de conveniencia para garantizarse el poder, empezaría realmente a desmoronarse con la muerte de Rodolfo, quien con su suicidio se encargó de desbaratar el extendido mito del «matrimonio feliz» de los felices Habsburgo. Lo que llegó más tarde ya lo conocen, y no digamos, lo que sobrevino a continuación.