¿Han visto una película francesa titulada El Chef? Lo que allí se cuenta no se puede decir que pertenezca a la alta comedia, pero de la historia se pueden sacar jugosas y divertidas conclusiones culinarias. Por ella desfilan la alta cocina de toda la vida y la llamada cocina molecular, la disputa por las estrellas, los inspectores, los restaurantes y, lógicamente, los cocineros. También lo hacen la vida, el amor y las relaciones familiares. Hasta donde alcanza la mirada cómplice del espectador, se trata de un filme tierno, simpático y generalmente entretenido, que sirve, además, para desenmascarar las lamentables relaciones de la química con la industria alimentaria y el entusiasmo que muestran algunos chefs de pacotilla por engatusar a su clientela más esnob.

La película le habría gustado al inolvidable Santi Santamaria: no hubiera tenido el menor inconveniente en aliarse con los protagonistas Jean Reno y Michaël Youn, defensores del academicismo que él mismo abanderó imperturbable cuando más de un atorrante lo tachaba de decadente. En aquella lucha que mantuvo contra las teorías más disparatadas del químico francés Hervé This, los alginatos, el nitrógeno líquido y la tendencia de algunos restaurantes gastronómicos a convertirse en líneas de producción de comida rápida.

Sin buen producto, no hay cocina. Por sencillo que sea el producto. La mejor refutación de la trampa la hizo precisamente Santamaria al mantener que trabajar el surimi para darle sabor a congrio no significa ningún progreso culinario. Lo sería probablemente en el caso de que no hubiese congrios en el mar y la necesidad de mantener intactas las propiedades de este pescado en la paleta de gustos hiciese imprescindible sustituirlo con un sucedáneo perfeccionado en el laboratorio. ¡Pero afortunadamente hay congrios, señores! ¿A qué viene, entonces, la congrificación surímica?

Consciente de lo comercial que resulta atender las ilusiones gustativas a precios razonables, la industria alimentaria inventó el sucedáneo de caviar para contentar a quienes no podían pagar los huevos de esturión; las gulas, para satisfacer a un bajo precio las aspiraciones gastronómicas de la disparatada angula; o el rape alangostado para que la textura de la carne nos recuerde a la de la langosta, no siempre al alcance de cualquier bolsillo. Fuera de la órbita molecular, hay un montón de precedentes, si bien resultaría difícil explicarse un restaurante con aspiraciones gastronómicas y al mismo tiempo gulas en la carta. Sin embargo, el laboratorio de la alta cocina nos ha llevado con las gelificaciones y el nitrógeno líquido por el camino de la comida procesada.

La mistificación de los sabores y de los productos tiene un botón de muestra en la película El Chef con el pato del bosque de Vincennes atomizado por Santiago Segura, en el papel de un tal Castella, español especialista en cocina molecular, que intenta por dos veces la reducción del ánade a unos cubitos, que primero saben a pescado y después a frambuesa. Mala suerte. Del pato propiamente dicho, ni rastro, si acaso las plumas desperdigadas por el laboratorio. A quienes con buen tino perciban en Castella la dulce venganza de los franceses contra una cocina española ambiciosa y mediática, que hizo en las tres últimas décadas una rápida transición desde las fritangas y los mesones al experimento químico bajo el cielo galáctico de Adrià, no hay más que recordarles que la invención del término molecular corresponde a Hervé This, investigador en el laboratorio de química del Collège de France y galo de los pies a la cabeza. De hecho, el gran timonel de El Bulli y de la alta cocina española supo desentenderse de la paternidad molecular y dejar las cuestiones científicas en manos de Pere Castells. Castella, Castells, busquen si quieren el parecido.

Un chef apegado al producto de calidad y a las esencias de la alta cocina, Alexandre Lagarde (Jean Reno), puede perder la tercera estrella que ha mantenido durante veinte años y con ella su reputado restaurante si no es capaz de ofrecerles a unos exigentes inspectores un menú de primavera basado en la cocina molecular de la que no quiere ni oír hablar. Un alumno aventajado de Lagarde, sin trabajo por su extremada fidelidad al buen gusto y a la pureza de los alimentos, Jacky Bonnot (Michaël Youn), acude en ayuda del maestro. Juntos forman un tándem insuperable frente a las ambiciones del empresario que aspira a dejar a Lagarde sin el restaurante que él mismo fundó y el chef bioquímico aficionado al espectáculo que aspira a quedarse con el local para aburrir a los clientes con champaña nitrogenado y espaguetis de molleja. La batalla la ganan Lagarde/Bonnot con un virtuoso homenaje al clasicismo y a la modernidad elaborado, ante la falta de suministro, con productos de la tienda de la esquina, que los inspectores moleculares aplauden entusiasmados.

Santamaria admitía que al público, aun queriendo probar lo nuevo, no se le podía forzar a perder el gusto por la cocina de siempre. Resultaría además imposible porque la comida está estrechamente ligada a la vida y al recuerdo.Y a nadie en su casa lo han alimentado con raviolis rellenos de gel de pimientos o fideos de molleja. Porque hemos sido educados para que el salmonete que nos cobran en la factura de un restaurante aparezca también en el plato que nos sirven y no su piel convertida en crujiente que conserva el sabor del pescado de roca, posiblemente incluso de manera más acusada, pero prescindiendo de los jugosos lomos. El gusto por la comida debe evolucionar con criterios de calidad, no de espectáculo o moda. Evidentemente existe una buena cocina inspirada en la ciencia -todo, a fin de cuentas, hay que fiarlo a la investigación- y alrededor de ella un tropel de embaucadores pretendiendo montar platitos insípidos y escondiendo el producto. Existe igualmente una cursilería difícil de clasificar por lo agresiva: ponerle a uno un iPhone para que escuche el sonido del mar mientras se come una ostra es como para levantarse de una silla y echar a correr.

En El Chef, la receta de la felicidad, la comedia de Daniel Cohen que ensalza el amor por las cosas bien hechas, el famoso iPhone de Blumenthal es una hoja que dan a oler al mismo tiempo que comes lo que hay en el plato. «Poco práctico», dicen los dos protagonistas. Hay que volver al principio de todo: sentarse a una mesa para disfrutar de la buena comida, pedir que dejen a mano el salero -¿por qué se nos ha birlado esa posibilidad?- y la botella de vino. Me ha gustado el mensaje de El Chef.