El flamante 2014 es cuando de veras debería conmemorarse el centenario del inicio del siglo XX, pues, a decir del historiador John E. Hobsbawm, esa breve e intensa centuria («cambalache siglo XX», que dice el tango) comenzó, en rigor, en 1914, con el advenimiento de la Primera Guerra Mundial, para concluir en 1989, con el desmantelamiento del bloque soviético -que germinó al término de aquella- y la caída del muro de Berlín (que, no conviene olvidarlo, cayó hacia los dos lados...). Ya se encargarán de bombardearnos mediáticamente con la efeméride, al ritmo de la moviola, tal vez, de la Guerra Mundial que nos aguarda: la de fútbol, de Brasil. Sin duda, preferible, con campos de batalla localizados y choques cronometrados, reglas de juego definidas y chochos y whiskies ante los televisores. Sin duda, nos distraerá montones de la crisis (nuevo eslogan post-epocal: «A falta de pan, bueno sea circo»). Astuta voz residual: «Mundial» (de fútbol), en sintomática sinonimia con «Mundiales» en el afán por colocarle un eufemístico recinto (y a nosotros, un bozal) a la incertidumbre oceánica de una globalización deslocalizada y hasta desquiciada.

Bregar con esta incertidumbre a la intemperie es el si(g)no cultural de la «modernidad líquida», que, según Zygmunt Bauman, se originó, justamente, tras la caída del muro de Berlín, con el advenimiento de la paz fría (un decir) y, sobre todo, de la era digital y «posparadigmática», desde que «las redes han reemplazado a las estructuras», afirma.

Lo novedoso del enfoque de Bauman es su consejo de que nos cuidemos -ante la flagrante «ideología del final de las ideologías»- de quienes pregonan la muerte de la utopía y del progreso. Su diagnóstico no es alentador, pero, al menos, es honesto, con reconocer que lo que ha entrado en bancarrota es la acepción «colectiva» de esos mitos, y no esos mitos mismos. «El progreso ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal», afirma. Ya no consistiría, como antaño, en «adquirir velocidad, sino en emprender un esfuerzo desesperado por no descarrilarse, por evitar la descalificación y la exclusión de la carrera. No pensamos en el progreso en el contexto de elevar nuestro estatus, sino en el de evitar el fracaso».

Individual

Paralelamente, sí existe la utopía, también individual, y es «el escape». El secular escapó loco es hoy la realización de la utopía. Se trata de «escapar a la necesidad de pensar en nuestra condición infeliz, variando de identidad si es preciso; no reflexionar, sino actuar sin descanso, y despojar cualquier atisbo de incertidumbre. En un permanente cambio de disfraces radica la encarnación actual de la utopía». Bauman establece una sugestiva analogía para explicar la transformación del sujeto de la modernidad a nuestros días. Mientras que los usuarios de la cultura moderna (una voz que surgió, por cierto, a imitación de la agricultura: como cultivo espiritual, justamente) se comportaban como jardineros, la metáfora de los usuarios de la cultura en la modernidad líquida es la de los cazadores. Aquellos veían «en el fin del camino la realización y el triunfo de la utopía: su afloración», explica; mientras que para los cazadores llegar al fin del camino equivaldría a la derrota ignominiosa y final de la utopía». Cazar es «como una droga» y los cazadores no pueden detenerse, en su consumo compulsivo. Ningún botín le sacia; al contrario, cada presa es una llamada espoleante para el botín subsiguiente. «Se trata de traer la tierra prometida desde el allí y después del futuro -donde se hallaba durante la modernidad sólida- hasta el aquí y ahora del momento presente. En lugar de una vida hacia la utopía, a los cazadores se les ofrece una vida en la utopía. Para los jardineros, la utopía era el final del camino, mientras que para los cazadores, el propio camino es la utopía», explica Bauman, mientras advierte, no obstante, del espejismo que la era digital propicia, con respecto al viejo anhelo del poeta William Blake: «Tomar el infinito en la palma de la mano»...