Por las mañanas, bajaba hacia el viejo Cais das Colunas, en Lisboa, para posar la mirada en el Tajo y observar, a veces de reojo, el trasiego de los cacilheiros embarcando y desembarcando los pasajeros de una orilla a otra del río. Despedía un año y recibía el siguiente acompañado de los amigos y del retumbar de los tambores pero antes de ello, con unos días de antelación, alargaba las horas en busca de pasos perdidos. Primero tomaba un café en la terraza de un bar flotante del muelle de Alfândega, que ya no existe, en una mesa sobre el suelo de tarima agitada por el leve oleaje. El antiguo Terreiro de Paço es, como casi todo el mundo sabe, la plaza más grande de Lisboa. Los ingleses, con un innegable daltonismo, la siguen llamando del caballo negro, está limitada por edificios réplica una del otro, con altos arcos de piedra y oficinas públicas. El caballo, no negro, sino verde, junto con el rey niño José I forman parte de la imponente estatua ecuestre de bronce de 14 metros de altura que se levanta en el centro, obra de Joaquim Machado de Castro, y que incluye en su pedestal figuras que representan la reconstrucción de la ciudad después del terremoto de 1775. Y las gestas de los navegantes.

Las columnas del cais surgidas de las aguas montaban guardia de honor, como escribió José Cardoso Pires, a quienes partían hacia los océanos. Ahora son testigos silentes de los que buscan saudades en los atardeceres o simplemente, en los días de verano, se remojan los pies en el agua. Lisboa se veía, igual que se sigue viendo, limpia, blanca y azul desde la cubierta del barco. Perla y ceniza desde el palo mayor, el castillo de San Jorge, los miradores de Santa Luzia y de Alcântara, Lapa...

El tranvía, para ser más exactos el eléctrico, es el rey de la topografía lisboeta. El número 28 encierra toda una leyenda. Su percurso es la historia misma de la ciudad. Parte del cementerio de Prazeres, atraviesa Estrela y São Bento, sigue por Camões, bordea el Chiado, penetra en la Baixa, continúa por la Alfama hasta alcanzar la Sé y el Castelo, Santo Tomé, São Vicente, el barrio de Graça y la Rua da Palma, cuna de fadistas, y concluye en el largo de Martin Moniz. Su trayecto no se atiene a horarios y nunca dura lo mismo a causa de los automóviles y del trámite algo torpe de los turistas, que lo abordan para subir al castillo. El pasaje se nutre en muchas ocasiones de carteristas y aficionados al vídeo que quieren emular a Alain Tanner, que se empeñó en ver reflejadas las saudades portuguesas en el reloj del British Bar, del Cais do Sodré, que marca las horas en el sentido contrario, una broma como otra cualquiera.

Para subir o bajar a Graça, la única posibilidad del número 28 es la rampa de Santo Tomé, que se convierte en el tramo más complicado de la línea por las curvas y la estrechez de la calle. El tranvía pasa a un palmo de los edificios y obliga en ocasiones al revisor a apearse para ver quién viene, quién desciende y quién asciende. Algunas veces coinciden dos tranvías de frente y entonces la maniobra resulta aún más peliaguda. De todos los medios de locomoción de Lisboa, el tranvía es el único que acompaña el latido de los ciudadanos con una misma medida del tiempo y el paisaje.

Cuando acostumbraba a despedir y a recibir el año en Lisboa -posteriormente me he conformado sólo con saludarlo al día siguiente de nacer - solía tomar el eléctrico en las inmediaciones del cementerio después de un paseo y unas cervezas por el barrio de Alcântara. Situado sobre la colina más alta del Campo de Ourique, Prazeres es un lugar en la memoria donde custodiar los nombres más o menos célebres del pasado. Allí, entre otros, descansan, supongo que así es, el pintor y poeta Mário Cesariny, padre del surrealismo portugués; el guitarrista Carlos Paredes, y también lo hicieron Amalia Rodrigues, hasta que sus restos fueron trasladados al Panteón Nacional, y Fernando Pessoa, cuya tumba reside desde 1985 en el claustro del Monasterio de los Jerónimos, en Belém. El escenario forma parte del decorado narrativo del escritor Antonio Tabucchi, que no ha dejado de acompañarme jamás en las nostalgias lisboetas y también en algunos descubrimientos, y que ahora está enterrado en el cementerio por donde planeaba el alma de Tadeus Waclaw, uno de sus fantasmas de la novela Requiem.

Tavares, que un día fue mejor restaurante lisboeta, bostezaba en su esplendor Belle Epoque; Tágide, se asomaba igual que sigue haciendo desde las alturas al río, en pleno corazón del Chiado; eran los buenos tiempos de Conventual, en la Praça das Flores; de Pap Açorda, O Farta Brutos, Sinal Vermelho y Primeiro de Maio, en el Barrio Alto, de las tasquinhas de Carnide y Alvalade; de los braseros con las sardinas en la Madragoa; de las moambas de galinha angolana en los botiquines africanos y el pollo vindalho de los cantinhos goeses, de las peregrinaciones por la Alfama buscando el arroz de cabidela en el lugar donde lo comía Maria Do Carmo, otro de los personajes de Tabucchi en uno de los cuentos inolvidables de El juego del revés.

En los tiempos que corren cada vez resulta más difícil encontrar una cabidela de confianza; se trata de un plato de origen sefardiota, con la sangre de la gallina o del conejo que luego se guisan se hace el arroz. En Ponte de Lima, donde se comen las mejores papas de sarrabulho, plato de la matanza de digestión difícil, localicé no hace demasiado una taberna que sirve cabidelas al menos una vez por semana.

Ahora los fantasmas se han diluido o ya no me guián por los mismos caminos en los inicios del nuevo año. Pero sigo viendo la ropa tendida en una singular tapa con láminas de bacalhao en 100 Maneiras, el divertido restaurante del chef serbio Ljubomir Stanisic, que recién llegado de Yugoslavia preguntó quién era el mejor cocinero del país y se fue a aprender con Vitor Sobral, maestro de toda una generación y patrón de Tasca Da Esquina. O contemplo la evolución de la cocina portuguesa de José Avillez, que ofició con Stanisic y creció para consolidarse con su Cantinho y Belcanto, ambos en el Chiado.