El año que viene se cumplirán veinte años de la muerte de Joseph Mitchell, el periodista que mejor retrató Nueva York a través de los perfiles de sus personajes supuestamente insignificantes. Muchas veces, la insignificancia sucumbe ante una buena historia y se traduce en grandeza. Thomas Kunkel ha seguido a ahora los pasos de Mitchell y escrito un libro, publicado por Random House, que ayuda a entender la figura del reportero que renunció a la paleta oficial, magnates, artistas, intelectuales, etcétera, para fijarse en los personajes ocultos que definen los otros relieves de una gran ciudad.

Mitchell formó con Abbott J. Liebling la pareja de periodistas que revolucionó The New Yorker, adonde habían llegado los dos huyendo de los manejos del pérfido Roy Howard, el editor que había comprado el World para fusionarlo con el Evening Telegram. Juntos patearon Nueva York en busca de historias dignas de ser contadas. Se complementaban. Comían en el Red Devil y en el Villa Nova -Liebling conservaba de los tiempos de París el amor y el conocimiento por la gastronomía que le llevó a escribir Between Meals-, bebían en Bleeck´s and Costello y los fines de semana se iban a las playas de Rockaway para zambullirse en el océano y escuchar a la gente. De ahí salían las historias de tipos corrientes, quizá no tan corrientes, que hicieron famoso a Mitchell, autor de El secreto de Joe Gould, una pequeña obra maestra publicada en 1964 en las páginas de la revista donde trabajaba, poco después de la muerte de su inseparable colega y amigo, y que ahora vuelve a editar Angrama coincidiendo con su 50º aniversario. Mitchell sobrevivió a Liebling durante más de treinta años, pero apenas volvió a escribir artículos después de que la segunda versión con la estupenda semblanza sobre Joe Gould viera la luz.

Los mejores textos de uno y otro, en la etapa de The New Yorker, están reunidos, en el caso de Liebling, en un volumen titulado Just enough Liebling, y en el de Joseph Mitchell, en Up in the Old Hotel. Ninguno, que yo sepa, se encuentra traducido al castellano, pero si el conocimiento del inglés alcanza y tiene la posibilidad de hacerse con ellos, no lo dude un instante: de sus páginas brotan la ciudad de Nueva York y un montón de acusados perfiles neoyorquinos.

Una vez le preguntaton por qué escribía sobre la gente pequeña y Mitchell respondió que los pequeños podían ser tan grandes como cualquier otro. No digamos sus historias. Como la del viejo Flood, que en agosto de 1937 había quedado en tercer lugar en un torneo de almejas después de comer 84 piezas, número que llegó a considerar uno de los pocos logros de su vida que merecieron la pena. O el caso de John S. Smith, un autoestopista sin dinero, que regalaba a quienes le invitaban a comer cheques por valor de miles de dólares de un banco que desde hacía un par de décadas había dejado de existir. O las de los parroquianos irlandeses que se amamantaron de sus jarras de cerveza en McSorley´s, la que fuera somnolienta taberna del East Village neoyorquino, iluminada por lámparas de gas y donde los tres relojes de pared se mostraron durante años en perfecto desacuerdo. Pese a los cambios experimentados por culpa del tiempo no es difícil entrar allí aún hoy en día y pensar en Mitchell.

Pero de todos ellos, el retrato que más fama le granjeó fue el de Joseph Ferdinand Gould, un tipo que se proclamaba genio y jactaba de haber escrito nueve millones de palabras con la historia oral de nuestro tiempo. Admirado por E.E. Cummings y Ezra Pound, Gould frecuentaba los cafés del Greenwich Village; a veces solía imitar el graznido de las gaviotas, otras se lamentaba de ser el último de los bohemios. «Algunos están en la tumba, otros en el manicomio y el resto en el negocio de la publicidad», solía comentar.

Hubo, ya digo, dos versiones de una misma historia que The New Yorker publicó en diferentes etapas. La primera de ellas, en 1942, El profesor Gaviota, es la semblanza de Gould, el hombrecillo risueño y parlanchín que adquirió notoriedad en los tugurios del Village presumiendo de ser el autor de una obra capital sobre lo que ha visto u oído. En la segunda, El secreto de Joe Gould, de 1964, Mitchell revela a los lectores cómo su personaje se había dedicado a engañar sableando a todos quienes se acercaban a él y, en realidad, no había escrito una sola palabra de su historia oral. Para entonces hacía siete años que Gould había muerto imitando a una de sus gaviotas en el hospital psiquiátrico donde estaba internado.

Puro periodismo, el de Mitchell.