Ha pasado demasiado tiempo y, sin embargo, retengo algunos de los detalles. En los fines de semana de aquellos claros días de otoño bajábamos al Cape Cod desde Boston. En el indian summer, durante la cosecha de los arándanos, el brillante cielo azul intensificaba el mar de bayas carmesí mientras enfilábamos la carretera y ante nuestros ojos se abría un paisaje monocromático y uniforme. Provincetown era entonces un refugio para diletantes en el culo del mundo. Por allí, entre las cabañas y los pinares, deambulaban hippies y friquis de toda condición en busca de buen rollo o simplemente observando el lento paso de las horas. Ahora, dicen, se ha convertido en un sitio de peregrinación gay. Allí teníamos a todos los que no estaban en la vecina isla de Nantucket dedicándose a las cosas más inverosímiles, entre marineros y visitantes extasiados por el color local.

De modo que cuando nos desesperaba la tranquilidad de Hyannis Port, adonde llegábamos los sábados para ocupar la casa del padre de Bruce Roscoe, uno de los nuestros, nos dábamos una vuelta por Provincetown a comprar cabezas de langosta a buen precio que más tarde nos entreteníamos en despiezar para hacer con ellas copiosas ensaladas que devorábamos acompañas de cervezas de la marca Pabst Blue Ribbon. Nada de tonterías, Pabst Blue Ribbon, una cerveza para tipos duros de la vieja escuela.

Fue precisamente en Nueva Inglaterra donde me enteré de que existía el Festival de la Langosta de Maine, que se celebra todos los meses de julio en la bahía de Penobscot. A raíz de acudir a él, el malogrado escritor David Foster Wallace tuvo la ocurrencia de compadecerse del sufrimiento de estos crustáceos de pinzas largas que se cuecen vivos en agua o al vapor, o les clavan la punta afilada de un cuchillo entre los apéndices oculares. La langosta americana, al contrario de la común o europea, tiene pinzas igual que nuestros bogavantes. Foster Wallace, autor de La broma infinita y uno de los grandes talentos de su generación se suicidó en septiembre de 2008, con 46 años y la olla en plena ebullición.«¿Está bien hervir a una criatura viva y sensible solamente para nuestro placer gustativo?». DFW se planteó la preocupación, no desde el lado de la corrección política, sino de manera sentimental. Y así es como lo entendieron los inteligentes lectores de Gourmet.

A Foster Wallace lo envió la formidable y desaparecida revista del grupo Condé Nast a cubrir el famoso festival de las langostas y lo que trajo fue una sabrosa e hilarante crónica sobre la naturaleza íntima del asunto central de una de las galas culinarias más explosivas del mundo. Al festival de Maine, que se organiza en el Harbor Park del pintoresco pueblecito pesquero de Rockland, no es extraño que acudan más de cien mil personas. Son típicos del festival la competición de cocina amateur, los tenderetes de comida, las casetas de la feria y, como en todas las ediciones, la gran carpa comedor donde se consumen más de doce mil kilos de langosta local recién pescada, que se cocina en la olla para langostas más grande mundo. «También se pueden comer rollitos de langosta, empanadillas de langosta, salteado de langosta, ensalada de langosta Down East, sopa de langosta, raviolis de langosta y bolitas fritas de langosta. La langosta thermidor se puede conseguir en un restaurante más formal que se llama Blak Pearl y que se encuentra en el muelle nordeste de Harbor Park», escribió DFW.

Preparación

Como seguramente sabrán la langosta thermidor es una preparación típica de la cocina francesa. Según Auguste Escoffier, el marisco se parte en dos mitades en sentido longitudinal y se hace suavemente al grill. Luego se trocea, se coloca en los medio caparazones y se napa con una fina capa de salsa hecha con salsa bechamel, nata fresca y mostaza inglesa. Si no es al natural, se trata de una de las mejores formas que existen para comer la langosta. Se dice que la thermidor se cocinó por primera vez en 1894 en el restaurante Chez Marie ubicado en las cercanías de la Comédie-Française parisina donde se había estrenado en 1891 la obra Thermidor, del escritor Victorien Sardou. El estreno supuso tal escándalo que la disputa se trasladó a la Asamblea francesa. El nombre del plato fue un homenaje a la obra y a la célebre polémica que derivó de ella. De hecho, estuvo prohibida durante unos cuanto años. El título, a su vez, se refiere al mes homónimo del calendario republicano francés en el que cayó el Terror. Maine agita por estas fechas los teletipos como a sus propios crustáceos con noticias singulares sobre las capturas más extrañas. El año pasado leí que los pescadores se habían hecho con dos ejemplares albinos, la más rara entre todas las mutaciones de color, un caso entre cien millones, según se asegura. Todavía más insólitos que los que tienen la cola dividida en dos tonalidades, uno entre cerca de cincuenta millones. Un asunto siempre curioso y sorprendente este de las langostas.