No había leído el librito de Béla Hamvas (1897-1968), que publicó Acantilado, sobre el vino que incluye, además, un emocionado canto a la vida y sus placeres. Al contrario de otras interesantes exaltaciones de la ebriedad de ilustres dipsómanos, Kingsley Amis, Dylan Thomas o Brendan Behan, no hay un ánimo destructivo en el panfleto del escritor húngaro, sino el reflejo de una íntima relación algo alcanforada entre beber y vivir bien. Hamvas, hijo de un pastor luterano, profesor de alemán y de húngaro, escritor y periodista, era un tipo cargado de espiritualidad y, en parte, de sentido del humor que dejó tras de sí una curiosa obra ensayística y una defensa del arte abstracto y de los movimientos surrealistas que le sirvió para granjearse las antipatías e incluso la condena del régimen comunista. Por ello fue objeto de censura.

En La filosofía del vino, Béla Hamvas cuenta que la raíz de la ebriedad reside en el amor. El vino es, para él, amor en estado líquido, la piedra preciosa es amor cristalizado y la mujer es el amor encarnado y vivo. «Si a todo esto le agrego la flor y la música, sé que este amor brilla con todos los colores, que canta, exhala fragancias y vive, y sé que puedo comerlo y beberlo». El vino, según el autor húngaro, un hombre religioso, enseña que la ebriedad no es otra cosa que la forma superior de la sobriedad, la vida iluminada. Hay algo de manierismo pero se puede entender por el momento y el lugar en que fue escrito.

Una reina

Hamvas, gran conocedor de los vinos de su país, veía en el aristocrático tokay a una reina. Dice de él que es un vino musical, tanto si es dulce o seco, aszu o szamorodni, pero se olvida por más que su singularidad invite a reflexionar sobre ello de que se trata fundamentalmente de un vino misterioso. En el misterio radica parte de la luminosidad que puede ofrecer a quienes lo beben en tragos cortos y pausados después de una comida, acompañando las frutas adecuadas o en soledad. Porque el tokay, con independencia de lo que le sucede a otros vinos húngaros como el tihany, de la orilla norte del Balatón, que acompañan la comida, en especial los pescados del lago, acepta momentos de meditación que invocan y persiguen su misterio.

El caso más significativo se encuentra en los palos cortados de Jerez, misteriosos desde su propia génesis. Un buen palo cortado no se puede obtener por medios técnicos, exige una evolución natural del vino hacia un estilo original que no siempre es perceptible, incluso por los conocedores del jerez. Los amontillados comienzan a añejarse, bajo flor, como finos, y cuando ya están encabezados pueden virar hacia olorosos o palos cortados. No por azar, los palos cortados se parecen en la nariz a los amontillados y en la boca, al oloroso. Los olorosos no desarrollan velo y, una vez encabezados a 18º, serán ya para los restos simplemente olorosos, o palos cortados. Parte del misterio está en que estos últimos también pueden obtenerse a través de la evolución inesperada de un fino o de un amontillado. De manera que cualquiera puede beber un palo cortado jerezano sin estar embotellado y figurar bajo una de sus grandes etiquetas.

El palo cortado es una rareza dentro de los especiales vinos de Jerez. Nace de una manera, pero se desarrolla de otra distinta y cuando alcanza cierta edad recuerda momentos de su adolescencia y juventud. Es un vino melancólico y misterioso, hasta tal punto, ya digo, que uno no sabe realmente cuándo ha cruzado esa línea sutil que lo diferencia del amontillado o del oloroso. Todas esas particularidades han arrojado severas dosis de mito y de complicación a la ya complicada terminología de los vinos jerezanos, a su sacrosanto sistema de dobles crianzas y soleras, leyenda y demás. El palo cortado resulta extraordinario dentro de un marco distinto, que los expertos persiguen y que, por su escasez, está rodeado de un aura que lo mantiene a veces como una reliquia, otras como una especie en vías de extinción.

Antonio Saura supo percibir esa peculiaridad en su documental Jerez y el misterio del palo cortado, proyectado en la Berlinale. «El misterio es que lo vas bebiendo y que cada vez es más misterioso. Lo vas probando y no acabas de saber qué es lo que tiene que engancha tanto aparte de un nombre muy atractivo», explicaba la enóloga Helena Rivero, de la bodega Tradición. «Nace de forma accidental. No podemos hacer palo cortado, se tiene que producir un proceso que no conocemos y misteriosamente de pronto, en la clasificación de los vinos, hay uno que decide ser palo cortado».

Fórmula diferente

No existe una manera reglamentada de elaborar el palo cortado, cada bodega maneja una fórmula diferente para conseguir el suyo. El palo cortado es un tipo de oloroso. Aunque haya podido tener una fase de crianza biológica, ha sido relativamente corta y el periodo de crianza oxidativa notablemente superior, con lo que los recuerdos de su fase bajo velo resultan casi siempre más lejanos que los de su vinosidad e intensidad como oloroso. La nariz del amontillado es más punzante; la del palo cortado, más sutil. El Consejo Regulador lo define así: «Es un vino de color caoba brillante, aroma avellanado, paladar seco, equilibrado, elegante y muy persistente. Conjuga las suaves, delicadas y punzantes características del amontillado y el cuerpo y la nariz del oloroso. Su graduación oscila entre los 17 y los 22 grados».

Más misterio todavía. Habrá seres afortunados quienes hayan probado Apóstoles, de González Byass, completamente secos con ese amargor característico de los años bajo el sistema de criaderas y soleras. Y también otros, no menos dichosos, que bebieron el vino de la misma cada, de 30 años, con un toque dulce, fruto de un pequeño porcentaje añadido de Pedro Ximenez para suavizarlo y convertirlo en una especie de medium dry cautivador. El misterio es una cualidad del vino infrecuente y maravillosa.