La historia del toreo se escribe con letras de oro pero bien podría hacerse con rojo sangre. La vida y la muerte son la base de esta liturgia taurina avalada por más de tres siglos de historia. Muchos toreros exhalaron su último aliento sobre el ruedo de una plaza de toros o bien recibieron la cornada o percance que puso fin a su carrera. Ahora, las terroríficas cornadas sufridas por Francisco Rivera Ordóñez, en Huesca, y Jiménez Fortes, en Vitigudino, Salamanca, hacen recordar el realismo de este espectáculo, donde, en cuestión de segundos, concluyen la verdad del triunfo y la muerte.

Los avances sanitarios y el descubrimiento de la penicilina pararon la sangría del siglo XIX. De ahí que el doctor Fleming tenga su busto en la explanada de Las Ventas como tributo de los toreros. Los médicos taurinos se han convertido en el ángel de la guarda de quien se enfunda cada tarde los bordados en oro. Desde 1997 un real decreto establece que «todas las plazas de toros deberán disponer de un servicio médico-quirúrgico, que habrá de estar situado próximo al redondel, con acceso lo más directo e independiente posible desde el mismo, y con posibilidades de efectuar una evacuación rápida al exterior de la plaza».

La ley llegó tarde. La lista es larga. Inmensa. De ahí que resulte imposible acordarse de cientos de nombres entre picadores, banderilleros y toreros. Una de las primeras figuras que tuvo la historia taurina fue Pepe-Hillo hasta que el toro Barbudo se cruzó en su camino la tarde del 11 de mayo de 1801 en la plaza de toros de Madrid en una cogida reflejada en la Tauromaquia de Goya. No mucho más tarde perecieron José Dámaso Rodríguez, Pepete, en 1862, con una herida en el pulmón, y Manuel García, El Espartero, 1869, tras una cornada en la región hipogástrica. Los toros llevaban la divisa de la ganadería de Miura, toda una leyenda desde entonces.

No eran las cinco de la tarde, pero la noticia de la muerte de José Gómez Ortega, Joselito, sobrecogió a una sociedad española incondicional de la tauromaquia. La cornada en Talavera de la Reina que le propinó el toro Bailaor segaba la vida y la trayectoria de un monstruo del toreo que convirtió la tauromaquia, junto a Juan Belmonte, en punto y aparte. Casi un siglo ha pasado desde la tarde del 16 de mayo de 1920 y aún se guarda un minuto de silencio en cada paseíllo que se trenza el día de su aniversario.

Unos años después, en 1934, correría la misma suerte su cuñado, el polifacético Ignacio Sánchez Mejías (actor de cine, jugador de polo, automovilista, autor de obras de teatro, presidente del Real Betis Balompié e inmortalizado por García Lorca en su elegía). Cayó herido en Manzanares, Ciudad Real, por el astado Granadino y murió a causa de la gangrena, en Madrid, un 11 de agosto.

Entre Joselito y Sánchez Mejías moría un prometedor torero valenciano al que el toro Pocapena, de Veragua, impidió ser figura un 7 de mayo de 1922 en Madrid. Le hirió en el muslo y lo llevó, entre cornada y cornada, hasta el bajo de la barrera, en el estribo donde un certero derrote le entró por el ojo derecho hasta el cráneo. Granero permanece inmortal en el museo de cera de Madrid. Sin lugar a dudas, Manuel Rodríguez, Manolete, en Linares, el 27 agosto de 1947, y Paquirri, en Pozoblanco, en 1984, han sido los protagonistas de las cornadas mortales más recordadas por todos. Ambas eran figuras del toreo y con un reconocimiento total de público y crítica. Al punto de ser leyenda. Tanto que se recuerda, incluso, el nombre de los toros: Islero, de Miura, y Avispado, de Sayalero y Bandrés, respectivamente.

Manolete toreó en la plaza de El Bibio, en Gijón, el 24 de agosto y al día siguiente lo hizo en Santander. Después llegó la que sería su última tarde en Linares. Resultó herido al entrar a matar y fue llevado en dirección contraria a la enfermería. Se perdió tiempo hasta que llegó pero comenzó a recuperarse tras primera transfusión de sangre. Incluso se fumó un cigarrillo tumbado sobre la camilla mientras se interesaba sobre su estado de salud. Pero se decidió cambiar el plasma sanguíneo por uno procedente de Noruega y al parecer en mal estado, que tuvo consecuencias fatales.

«La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias. Una para allá y otra para acá. Abra todo lo que tenga que abrir, y lo demás está en sus manos». Éstas fueron las últimas palabras de Francisco Rivera, Paquirri, al doctor que le recibió en el hospital militar de Córdoba tras haber pedido muchísima sangre en el traslado desde Pozoblanco por las carreteras que había en este país en 1984.

Al año siguiente se cortaba la prometedora carrera de un joven de 21 años que no estaba anunciado en el cartel del 30 de agosto de 1985. José Cubero, Yiyo, que fue testigo en la cogida de Paquirri, sustituyó a Curro Romero en Colmenar Viejo. El sexto toro de la tarde, Burlero, de Marcos Núñez, le partió el corazón con el pitón después de que el torero enterrara el estoque en todo lo alto.

Tan certera resultó la cornada que el toro Cabatisto, de Atanasio Fernández, le lanzó en un tercio de banderillas, en la Real Maestranza de Sevilla, al banderillero Manuel Montoliú que llegó cadáver, así rezaba el parte médico, a la enfermería el 1 de mayo de 1992, un festejo televisado en directo por la primera cadena y suspendido tras conocerse la muerte del torero de plata, que actuaba esa tarde a las órdenes de José María Manzanares.

Pero el toro entraña otros riesgos más allá de la muerte. Le sucedió a Julio Robles. El 12 de agosto de 1990 había toreado en Gijón, y un día después, en la plaza francesa de Béziers, el toro Timador, de Cayetano Muñoz, le dio una voltereta provocándole una tetraplejia que arrastró hasta su muerte en 2001, a los 49 años.

Cirugía taurina

Con el tiempo, la cirugía taurina se fue perfeccionando, casi al punto de ser una especialidad médica. Los congresos anuales que se realizan sirven para poner en común las experiencias de doctores que por la dimensión de la temporada en las plazas donde salvan vidas, como Madrid y Sevilla, son toda una eminencia. Su sapiencia puesta en común ha permitido a muchos médicos salvar la vida de los toreros interviniendo con acierto en caliente.

Así, en los últimos años, se han salvado muchísimos toreros, como Franco Cardeño, a quien un toro de Prieto de la Cal le arrancó la cara tras irse a recibirlo a porta gayola en Sevilla; Julio Aparicio, en Las Ventas, donde un toro le atravesó el cuello hasta asomar el pitón por la boca, o Juan José Padilla, que, desde la tarde aciaga en Zaragoza del 7 de octubre de 2011, torea con un parche al faltarle el ojo izquierdo. Jaime Ostos, Paco Camino, Ortega Cano o más recientemente Israel Lancho, Fernando Cruz, Chechu o José Tomás siguen vivos de milagro. Incluso, la más grave, por sus consecuencias, la sufrió David Mora, también de rodillas en la puerta de toriles de Las Ventas, donde un toro lo arrolló y tras una espeluznante voltereta enterró el pitón en su muslo izquierdo con una trayectoria ascendente de 30 centímetros que arrancó la vena femoral. Fue el 20 de mayo de 2014 y aún no ha vuelto a torear.

Rivera Ordóñez y Jiménez Fortes son una página más de la tauromaquia. Afortunadamente, este 2015 no es una temporada excesivamente sangrienta. Pero las cogidas, graves o menores, son una realidad adherida a su profesión. No hay veteranía que te salve ni toro dócil o de escaso trapío que no busque herir a su adversario. Ejemplo de ellos es Antonio Bienvenida, a quien, ya retirado, lo mató una vaquilla. Tampoco hay plaza chica ni coso grande. A lo largo de la historia se ha demostrado que muchas de sus tragedias han sido en plazas de pueblos. Muchos toreros quedaron sobre la arena o en la camilla de una enfermería vestidos de luces. Hombres, al fin y al cabo, que dieron su vida por la fiesta, dignificando su profesión. Una profesión en la que se muere de verdad.