Igual que sucede en la vida, no siempre existe la garantía de disfrutar de una buena comida cuando ésta forma parte de las últimas voluntades del que va a morir. A veces el deseo del moribundo, sus facultades, la salud y el apetito todavía le permiten excitarse de esa manera pero, como es natural, el mundo que le rodea tiene que hacer que las facilidades coincidan con las ganas, como le pasó a Mitterrand. La historia, creo que la he contado en alguna ocasión, es conocida pero no del todo.

El 31 de diciembre de 1995, ocho días antes de su muerte, el expresidente francés, François Mitterrand, enfermo terminal de un cáncer de próstata, decidió reunir a unos invitados para la última comida de su vida. Ordenó que les sirvieran cuatro platos: ostras de Marennes, foie gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano. Normalmente se suele comer un hortelano, pero el presidente casi con un pie en el otro barrio, impuso el capricho inobjetable, repitió y los dos pajaritos fueron, según dicen, la última sensación maravillosa en su paladar.

Posiblemente, Mitterrand quiso seguir el ejemplo del que fuera primer ministro británico Benjamin Disraeli, otro político gourmand, que escribió en The Young Duke que, con los paraísos abiertos, le dejasen morir comiendo hortelanos y escuchando su suave música. Brutal eufemismo: Disraeli se refería a la masticación. La música callada del escribano hortelano, más allá del canto dulce y trinante que se ha apagado, la concibe el propio comensal cuando experimenta en la boca la crujiente textura del pájaro envuelta, por ejemplo, en un gran sorbo de burdeos.

Como no todos los moribundos que tienen ganas o pueden expresar su última voluntad gastronómicamente disponen de los proveedores del expresidente francés ni de una cocina adecuada a las pretensiones, podríamos, ya que estamos en ello, imaginar caprichos algo más sencillos. Valgan, por ejemplo y simplemente, las ostras. Pongamos al marisco por testigo: marisco crudo o cocido en agua de mar para no desafiar en exceso a las papilas gustativas. ¿Qué les parece unos percebes de Peñas o de las islas Cíes? Unas cigalas no demasiado asfixiadas por el fuego, un bogavante, una buena centolla del Cantábrico, etcétera.

Las voluntades del que va a morir y quiere disfrutar por última vez de la buena mesa deberían devolverle al finado en ciernes la posibilidad de recuperar la esencia de lo primitivo, los sabores ancestrales y puros para no tener que verse amenazado hasta el último momento por la impericia de cualquier cocinero de tres al cuarto dispuesto a amargarle lo que le queda de vida con un pil-pil fallido o unos calamares en tinta incomestibles. Fin de fiesta y encima, para más inri, mal organizado y peor cocinado.

Hay servicios inapropiados para el comensal que quiere utilizar la cuchara antes de entregarla. Cualquiera se atreve, por ejemplo, con una fabada. Una fabada no resulta apetitosa en la despedida, podría caer además demasiado pesada para la digestión del que está digiriendo el peor trago de todos sin posibilidad, además, de que le sirvan otro. Extenderse en potentes pucheros, creo yo, es una pérdida de tiempo para el que le queda poco.

Pero bien, cada cual coma lo que quiera y, sobre todo, tratándose de la última cena. Hemos visto muchas veces en el cine y la televisión cómo los condenados en el corredor de la muerte de algunas prisiones de Estados Unidos expresan el deseo de un filete de vaca, que tristemente es el único manjar de este mundo concebido por algunos americanos. Este deseo se podría decir que encierra la voluntad del sujeto que se ha excedido carnívoramente en la vida y quiere seguir haciéndolo hasta el final de sus horas. Un filete de vaca tampoco es digestivo por mucho tiempo que aguarde el patíbulo. Pero se trata de una aspiración legítima, cualquiera lo es en esas circunstancias.

Miguel Esteves Cardoso, estupendo escritor y articulista portugués, contó que el último almuerzo elegido por su padre habían sido unos huevos estrellados y gambas para mojar en la yema. Por lo que se ve quería retener un sabor que le parecía lo suficientemente adolescente como para irse con una sonrisa jovial de esta vida. Camino del hospital donde moriría tres semanas después y fatigado por un edema pulmonar que le impedía respirar, el ingeniero Esteves pidió a su mujer que, primero, parasen para comer. Medio kilo de gambas del Algarve y un par de huevos dieron rienda suelta a la emoción de aquel hombre que, como escribió su hijo, jamás dejó de visitar los restaurantes pese a estar enfermo.

Esteves Cardoso recordaría más tarde algo abochornado el embarazo que les causaba a él y a sus hermanos ir a Dom Pipas, en Cascais, donde los camareros solícitos, pese a la estrechez del local, colocaban a su padre en un sillón amplio y corrido para que pudiese comer los espárragos y las gambas en posición horizontel y evitar las hemorragias que le llevaban a sangrar por la nariz por culpa de una tensión arterial demasiado entusiasta.

Los huevos, por su sentido evocador, no son una mala idea postrera. La yema, el pan tierno. Uno no puede arriesgarse a probar lo que desconoce con el riesgo de experimentar un definitivo fracaso en la vida. Si hay últimas voluntades gastronómicas, venga lo conocido y de primerísima calidad, poco o nada manipulado si no hay alguien de extrema confianza dispuesto a cocinarlo. Lo mejor para mojar pan es un huevo frito de gallina de yema cremosa y anaranjada. Un huevo cosido con puntillas en la sartén a fuego suficientemente caliente para que fría, pero no lo bastante para que queme por la espalda. No hacen falta la cocción a baja temperatura de This. Todo apremia. Piense, a su vez, para las últimas voluntades en un buen jamón de bellota bien cortado a cuchillo de los que se derriten en la boca. Una última comida, si se llega a tiempo, es algo demasiado serio para tomárselo a broma.