La cocina peruana es un clamor, una moda, no sólo en escaparates como Madrid Fusión. Tiene como punta de lanza el famoso cebiche, o el cebolliche, como me dijo en una ocasión una camarera en Lima que derramaba lisura, como en la canción de Chabuca Granda, y desparpajo. Aquí raro es el cocinero que no se apunta a cocer en cítricos un pescado que originariamente, antes de la llegada de los españoles, los nativos bañaban con otros frutos, como el maracuyá, el aguaymanto o el tumbo. Los colonizadores llevaron a Perú el limón y la cebolla que las moriscas que viajaban con Pizarro se encargaban de agregar, junto a las naranjas agrias, a la mezcla de pescado, ají y algas que los antiguos peruanos comían. Una de las versiones que circulan por ahí es que la palabra cebiche podría derivar del vocablo árabe sibech, que significa comida ácida. En cambio hay otros lingüistas que sostienen -por eso las palabras oportunas de la camarera que me sirvió aquella vez cebiche en Barranco- que el significado proviene del vocablo cebo y tiene que ver exclusivamente con la cebolla. Cebolliche, pues.

Gastón Acurio, el famoso chef peruano, cuenta cómo los incas tenían más que bien resuelta su alimentación cuando llegaron por primera vez los españoles. Los nativos habían logrado domesticar y mejorar genéticamente muchos de los ingredientes que hoy en día nos parecen de uso cotidiano pero por los que entonces había que discurrir. Con las patatas, por ejemplo, hacían prodigios. La papa está presente en la cocina tradicional peruana como sustento básico y no ha dejado de estarlo en la inspiración de muchos de los chefs actuales.

Los incas, aunque el asunto puede suscitar más de una discusión no sólo regional sino en las Américas en su conjunto, descubrieron el maíz, que enseguida se convirtió en el cultivo más venerado. No faltaban las frutas exóticas, maracuyá, granadina, tumbo, chirimoya, guanábana, cocona, papaya, el sachatomate, la tuna y la lúcuma, entre otras más conocida como la piña. La quinoa, tan de moda en las nuevas dietas, ya existía, así como la kiwicha. La palta, el pallar, el frejol, el maní, condimentos como la vainilla y el molle, etcétera.

Con el charqui, los incas demostraron que eran unos maestros secando la carne y que muy capaces, además, de adelantarse ingeniosamente al frigorífico. Comían pescados y mariscos de las calas de Chala y del lago Titicaca, que se esmeraban por preparar en algunos casos de manera bastante sofisticada. Las buenas cocinas no suelen ser fruto del azar, sino de un refinamiento desde las raíces del pueblo que las alienta. En las raíces incas confluyeron, además de la española, las culturas culinarias china, japonesa, africana y árabe. Los restaurantes chifa (fusión de chino y peruano), los japos, las sangucherías, los asadores, los puestos callejeros son probablemente grandes atractivos de esa Lima horrible, que bautizó brillante y melancólicamente el escritor Sebastián Salazar Bondy para describir o definir su mundo de aflicciones.

La enorme riqueza vegetal hace de Perú un país culinariamente excepcional. No sólo son los cocineros los que invitan a disfrutar de la comida, si uno está en Lima no debe perder la oportunidad de entretenerse en sus mercados que proyectan una especie de delirio gastronómico del producto, del color y del ruido. La variedad de cultivos es apreciable en cualquier abasto del país, donde verduras calabacines y berenjenas son gigantes; los pimientos más rojos, amarillos o verdes que en otras partes, y las frutas, chirimoyas, mangos o papayas deslumbran por su tamaño, formando en los mostradores una seductora paleta que actúa de reclamo para el cliente obnubilado.

En la oferta gastronómica peruana, los cultivos tradicionales se mezclan con una increíble variedad de sugerentes y exóticos frutos amazónicos como el camucamu, el aguaje o el pijuayo. Al contrario que otras cocinas tradicionales, con la excepción de la francesa o la china, las preparaciones son muy elaboradas. Entre ellas se encuentran deliciosos guisos como el chupe de camarones (un suculento potaje de camarones de río, patatas, huevos escalfados, arroz y verduras); el ají de gallina, preparado con ají, el chile nacional, que adquiere al madurar un color entre amarillo y morado; la causa limeña, o la carapulcra, un sofisticado guiso de gallina y cerdo, con la característica papa amarilla seca, ají y chocolate amargo. A esto hay que añadir los platillos más populares: las papas a la huancaína, el rocoto arequipeño o los anticuchos (brochetas de corazón de res marinada que se asan a la parrilla), o la parihuela, una especie de caldereta de mariscos y pescados, aderezada con culantro (cilantro) y chuño (tubérculo andino desecado).

Precisamente el chuño, que forma parte esencial de la alimentación en la sierra sur del Perú y del altiplano boliviano, es una de las mayores pruebas del ingenio inca: el resultado de la liofilización, por un sistema de congelación, de las patatas y de otros tubérculos de altura. La culinaria en marcha al servicio de la necesidad.