Habría que empezar diciendo que el frigorífico es la habitación más frecuentada de la casa. Hace frío dentro, sí, por supuesto, pero eso no impide abrir la puerta una y otra vez para asomarse a su interior. La invención del frigorífico se puede decir que marcó el paso hacia la modernidad y cambió la vida del género humano. Hasta entonces los seres de este planeta se alimentaban con lo que compraban a diario en los mercados, conservaban en sus fresqueras, los vegetales o los animales que criaban en sus casas. Sin embargo, los métodos de refrigeración existen desde tiempos inmemoriales. Los chinos y los árabes, que consumieron los primeros helados, utilizaban la nieve de manera práctica e inteligente para conservar los alimentos. Los griegos y los romanos excavaban fosas que llenaban de granizo para mantener a temperatura fría sus vinos. William Cullen, un escocés inquieto, diseñó el primer frigorífico con una máquina de vacío química capaz de absorber el calor y producir hielo. Mucho más tarde la tecnología frigorífica se desarrollaría gracias a los gases comprimidos más seguros. La nevera pasó a ser un electrodoméstico indispensable en los hogares de la humanidad, salvo quizás para los habitantes de los polos.

Si alguna vez se ha preguntado qué es lo que guardan los cocineros en sus refrigeradores domésticos parte de la respuesta la tiene ahora en un curioso libro de la fotógrafa Carrie Solomon y del periodista Adrian Moore publicado por Taschen. Cuarenta chefs europeos invitan en él a descubrir lo que está dentro de sus cabezas. En estado original, claro, no en la copia nitrogenada de la carta de algunos de los restaurantes donde dan de comer a los demás. En realidad, somos lo que lo que comemos pero nadie ha dicho que tengamos que identificarnos del todo con lo que cocinamos para otros prójimos desconocidos.

De hecho, suele llamar la atención que distinguidos chefs del mundo mundial se refugien huyendo como almas en pena en los platos sencillos y sinceros de toda la vida. Y en los que no lo son pero podrían serlo porque responden a lo que otros no han dejado de comer en lugares distintos al que vivimos. Esa especie de pasión por la cocina callejera asiática, por ejemplo, está basada en la curiosidad hacia unos ingredientes que a nosotros nos resultan exóticos pero nada más que eso. Para un tailandés pertenecen a la cocina de la abuela. Aquí la cocina de la abuela, le mola menos al tigre ávido de nuevas sensaciones y experiencias. Aunque a veces se alude a ella para arrojar algo de autenticidad en tanto guiso exótico y turismo de aventura culinaria. Mucho más seguro, en cualquier caso, arriesgarse en el carrito de un hawker birmano o en la plaza de Yamaa el Fna, de Marrakech, que hacer senderismo en Afganistán. Las modas de los alimentos son lo que son pero hay una continuidad que quizá no resulte sorprendente en los contenidos de los frigoríficos de los chefs del libro de Solomon y Moore: las salmueras y fermentos japoneses, los encurtidos escandinavos, los falsos cereales de última tendencia, la múltiple variedad de tubérculos, brotes y germinados, la sriracha, conviven en los estantes de las neveras con la salsa de tomate Heinz, la nutella, el ketchup, las mostazas de Dijon, las mermeladas y los yogures de toda la vida. De hecho, Iñaki Aizpitarte, del parisino Le Chateaubriand, tiene una colección completa de salsa picante industrial que asustaría a cualquier ser de estómago delicado. Los cocineros no observan, como es fácil de comprender, las dietas más saludables. Azpitarte, a quienes los autores deben la inspiración que les llevó a hacer el libro por medio de la imagen sangrante de un filete, sólo limpia su frigorífico cuando lo que conserva comienza a pudrirse. Muchos, entre los que me incluyo, confieso, se reconocerán en él.

La gestión de un frigorífico es un asunto de primera magnitud en el que todos más o menos flojeamos en algún momento de nuestras vidas. En primer lugar porque creemos que los productos que llevamos a las estanterías son eternos o de una caducidad superior a la que en realidad tienen. En circunstancias normales, guardar alimentos significa también el hecho de tener que tirarlos algo que me parte el corazón pero resulta inevitable. A saber, dónde, se esconde, por ejemplo, sutilmente empaquetada la botarga comprada en Italia, la salsa que no es fácil de hallar y que carece de los conservantes de las de Azpitarte. La trufa que se guarda como oro en paño, el pedazo de parmesano que si bien está demasiado stagionato (curado) para comer puede servir perfectamente para rallar. Manejamos más recursos de los que verdaderamente controlamos. Entonces, cuando nos damos cuenta de ello, llega el momento de vaciar el frigorífico. Pero una nevera vacía resulta inhóspita: es como un jardín sin flores.

Dentro de los frigoríficos de los chefs, de Carrie Solomon y Adrian Moore, resulta lo suficientemente curioso como para prestarle atención. Y sugiere, además, una reorganización de los alimentos conservados que equivale a gestionar bien una parcela importante de la vida. Por las páginas desfilan, entre otros, Andoni Luis Aduriz, Joan Roca y el ínclito David Muñoz. Pero que este último detalle no les disuada de, al menos, hojear el libro.