¿Qué es la era selfie?

Es la evolución de la sociedad del espectáculo. En los años 60 todo comienza a convertirse en espectáculo gracias a la lógica rápida y fluida de la publicidad. El show se extiende en los anuncios pero empieza también a ocupar lugares que no le pertenecen como la política, la religión, la cultura... Ahora mismo no sabría decir algo que no sea espectáculo. El último espacio que le quedaba por conquistar era la comida, era algo que estaba fuera del espectáculo hace 10 años y que ya está listo para ser fotografiado y subido a Instagram. Entonces esa cultura del show se convierte en 2.0 gracias a las redes sociales: el que antes era observador se convierte en productor a través del selfie. Es una manera de convertir a todo ciudadano en un espectáculo para los demás y por tanto en un creador de contenidos.

¿Esto es un proceso natural, una evolución lógica de la sociedad, o está supervisado por algo o alguien?

No es algo natural. Espectáculo significa mercancía y por lo tanto nos convertimos en mercancías de la sociedad de consumo. Es algo que se ha extendido a las relaciones amorosas: compramos a una persona durante una temporada, la utilizamos como una droga, una descarga de oxitocina que nos dura unos meses. Alguien a quien usamos como espejo de nosotros mismos. En cuanto esa persona ya no muestra la imagen de mí o lo hace con el estilo de una temporada anterior, me deshago de ella: son relaciones de Ikea, amigos de Ikea, porque hay que estar siempre cambiando de estilo. Es lo que Zygmunt Bauman ha denominado la «sociedad líquida».

Por lo que cuenta es un proceso ligado a la economía de mercado. ¿Hay alguna sociedad que mantenga distancia respecto de este fenómeno?

El mundo es global, da igual que estés en Madrid, en Londres o en cualquier otro sitio: ves lo mismo a tu alrededor. Me hace gracia cuando dicen que somos españoles: ¡el espectáculo es global! Y las sociedades que se quedan fuera de él es porque están menos enlazadas con las nuevas tecnologías. El capitalismo ha hecho que «ya no queden islas para naufragar», como dice la canción de Sabina. Lo que está ocurriendo en Cuba es la prueba. Pienso que es más una consecuencia de la vida urbana y de un proceso de individualización que viene de muy atrás. Mi abuelo, por ejemplo, no necesitaba mostrar un determinado reloj para que le miraran o le destacaran; en el pueblo todos sabían quién era, no necesitaba hacer un anuncio de sí mismo. Pero en las ciudades ya no somos nadie y para que nos tengan en cuenta hemos de publicitarnos con un lenguaje rápido y visual que diga, en un segundo, «soy esto, tengo este dinero y pertenezco a este grupo social».

Usted sugiere que quienes no participan del espectáculo no existen.

Yo no utilizo redes sociales, sólo Facebook y porque lo uso como un experimento sociológico. Los que estamos fuera vivimos en un mundo paralelo, donde ves cosas clarísimas: las nuevas tecnologías entre los más jóvenes se están cargando los libros y las películas, porque es imposible que vean una película entera sin coger el móvil para consultar no una, sino varias redes sociales. Y leer un libro se convierte ya en una cosa transatlántica. Estamos creando una sociedad individualista que sin embargo funciona en red. El individuo vive con la colectividad.

Los análisis sociológicos parecen siempre tener un tono apocalíptico. ¿No hay nada positivo en esta nueva sociedad?

Todo tiene sus cosas positivas y negativas: desde el punto de vista de las libertades del individuo es negativo. Yo soy muy de Facebook y siempre recuerdo eso de «Facebook is watching you», Facebook te observa. Te controla absolutamente. También es cierto que el 15M fue posible por una serie de nativos digitales que se organizaron a través de las redes. Se quedaron 15 días en Sol y después se marcharon. Forman parte de la generación clic, acostumbrada a pulsar un botón y obtener una respuesta: te compras unos zapatos, unas cápsulas de café, una petición en Change.org. Lo que le ocurrió el 15M es que hizo clic, clic y clic y no pasó nada, por lo que volvieron a sus casas totalmente decepciona dos. Hay que decir que esto no es un problema de la tecnología, sino de la dirección que toma la sociedad. Soy muy pesimista porque no se puede revertir esta dirección. Se habla mucho de la balcanización de la sociedad, con todo el mundo metido en sus pequeñas pantallas. Y hay algunas cosas que me dan mucho miedo, como por ejemplo el Tinder. Dice el New York Times que la forma tradicional de ligar ha desaparecido en favor de las aplicaciones para ligar. Al final, es un catálogo de personas donde tienes que llamar la atención en segundos, y si entras por los ojos a lo mejor se inicia una conversación sobre gustos y aficiones con la finalidad de conseguir sexo. Es un mercado, como refleja la expresión de «volver a cotizar» cuando sales de una relación y tienes que volver a estar guapo.

Vivimos años en los que el culto al cuerpo se ha viralizado.

Es lo que decía Foucault, el cuerpo es creador de espectáculo y, por lo tanto, consumo. Un cuerpo vende la ropa que lleva, los productos que consume y los servicios que utiliza. Y una persona gorda no necesita consumir tanto como una persona hedonista que quiere estar delgada, porque necesita una cantidad de productos enorme: requiere disfrutar de la comida, mantenerse con productos especiales y luego una serie de actividades complementarias para quemar la grasa. Vivimos en una sociedad hedonista que a la vez es disciplinar; los romanos no tenían ningún problema con engordar como consecuencia de vivir una vida placentera. Pero nosotros estamos en una esquizofrenia conductual. La sociedad mide su nivel de sufrimiento por lo alcanzable o inalcanzable que sean sus modelos.

¿Por eso los aborígenes, por ejemplo, serían más felices?

Exacto, sus modelos son personas conocidas, cercanas. Pero una sociedad de personas felices no consume. Como dijo Charles Kettering, el consumo es la organización de la insatisfacción. Todos somos felices hasta que nos descubren que nuestras dimensiones corporales no son válidas o que tenemos bacterias nuevas en nuestro inodoro, necesidades para las que después hay productos en el mercado. También es cierto que perseguimos unas ideas de belleza que son producto de una época, una definición social. Hay tribus donde la mujer más atractiva es aquella que tiene los pechos más pequeños y pegados al cuerpo; los mayas consideraban a los bizcos el summum de la belleza y las tres gracias de Rubens prueban que lo que ha sido bello en un siglo deja de serlo en otro. Kate Moss en los 90 o Michael J. Fox en los 80 eran modelos que no tendrían éxito hoy.

Los movimientos culturales de la segunda mitad del siglo XX han ido de la mano de un estilo de vida poco saludable cuando no directamente del consumo de drogas. ¿De dónde viene este renacer del culto a la salud y al fitness?

No es exactamente así. En mi próximo libro escribo sobre la generación de los 60, en la que Jerry Rubin fue un anticapitalista, performer y gran líder de los yippies que empezó lanzando dinero en Wall Street para satisfacer a los «cerdos capitalistas» y terminó como broker de éxito. Él, quien dijo «no te fíes de alguien que tiene más de 30 años», acabó acumulando en su casa armarios y armarios de complejos vitamínicos y demás productos saludables. Los hippies quisieron salvar el mundo, pero cuando comprobaron que no era posible se volvieron hacia sí mismos, y trataron de salvarse a sí mismos. Entonces empezaron a mirar hacia atrás, al pasado, en busca de nuevas formas de sanación y se extendieron las ideas del zen y técnicas como el reiki. Surge el interés por la salud como una manera de salvarnos a nosotros mismos. Necesitamos salvar nuestro cuerpo de morir, algo que antes nos daba la religión, así que hemos cambiado la vida eterna que nos prometía la fe por vivir eternamente bellos y jóvenes en vida. Coincidiendo con la desaparición de la religión de la sociedad, surgen religiones de sustitución: la salud es la droga del siglo XXI. Evidentemente también pesa mucho la cultura de la apariencia que con las redes sociales encuentra un lugar donde expresarse.