La mafia es rechazada cada vez con más contundencia por la mayoría de los italianos con los sicilianos a la cabeza. En paralelo a la mejora del nivel cultural del país el compromiso antimafioso aumenta, especialmente entre los jóvenes, mientras se consolida la paz entre la Cosa Nostra y el Estado, pero aunque no hace ruido ni mata como antes sigue con sus actividades criminales quizá a la espera de tiempos mejores. El último estudio sobre la cinematográfica mafia lo firma Matteo Re (Milán, 1975), doctor en Historia Contemporánea, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y experto en violencia política, quien describe en No quieren cambiar, los códigos, el lenguaje y la historia de esta organización criminal.

Hombres de honor, machistas hasta la médula, superprotectores de sus familias, opulentos horteras o austeros con apariencia de mendigos y tan religiosos como sanguinarios. Así son los mafiosos que campan a sus anchas desde hace ya más de dos siglos por Sicilia y que conquistaron Estados Unidos con sus billetes, su elegancia y sus melosos acentos para vivir ahora de una forma más discreta, camuflados en una sociedad italiana que rechaza cada vez más su criminalidad pero que se encuentra en cierta medida atenazada por el miedo y la impunidad de la que han gozado los más crueles asesinos de la mayor isla del Mediterráneo.

A lo largo de 143 páginas, el profesor Re nos traslada a principios del siglo XIX para vislumbrar el nacimiento de una organización criminal que surge para frenar a Fernando I de Borbón, el último de los borbones que reinó en Italia y que quiso a través de una Constitución quitar las tierras a los ricos para dárselas a los campesinos. Esta «protomafia» que se alía con los terratenientes evoluciona con tintes nacionalistas para intentar sin éxito la independencia de Sicilia durante el Risorgimento que concluye con la Unificación de Italia de 1861. Se trata de una mafia que aparece documentada por primera vez en un acta policial de 1865. Re lleva al lector a Estados Unidos con los primeros sicilianos que llegaron a Nueva Orleans traficando con cítricos para reinventarse en los años 20 como los verdaderos amos del crimen organizado que negocian con alcohol y expone con todo tipo de detalles las sangrientas décadas de 1960 a 1990, años en los que la Cosa Nostra se internacionaliza con el tráfico de drogas y de armas y se hace con el control político y hasta religioso de un país en el que «reina» el democratacristiano Giulio Andreotti, presidente en siete ocasiones del Consejo de Ministros de la República Italiana, y compañero de Aldo Moro, asesinado en 1978 por las Brigadas Rojas.

«La mafia sigue existiendo y no solo en Sicilia, pero es más sutil que en aquellos años duros», asegura Re, quien destaca el periodo de 1992 y 1993, cuando la corrupción destruye a los dos principales partidos italianos -Democracia Cristiana y el Partido Socialista- mientras los capos asesinan en Palermo a Salvo Lima, el hombre de confianza de Andreotti en la isla, y acaban con las vidas de los jueces Falcone y Borsellino. «Toda esa escalada de violencia terrorista coincidía con el desarrollo de un macroproceso contra la mafia que había comenzado en los años 80», explica el profesor. El Supremo había confirmado en enero de 1992 las detenciones de varios mafiosos, y la «familia» respondió con esos asesinatos, a los que siguieron muchos más durante 1993. Sospechosamente, a finales de 1993 volvió la paz y la tranquilidad a Italia tras el acuerdo nunca demostrado del Estado con la Cosa Nostra. El pacto habría consistido en suavizar las condiciones penitenciarias de los mafiosos encarcelados a cambio de que la Cosa Nostra pusiera fin a su campaña de atentados. En estos momentos se investiga en Italia esa posible negociación entre la mafia y el Estado italiano de principios de los años 90.

Cuando por fin la carrera política de Andreotti se acabó, subió al poder en 1994 Silvio Berlusconi, al que nunca se le ha podido relacionar directamente con la mafia pero que ha estado rodeado de miembros de la Cosa Nostra, como su hombre de confianza Marcelo Dell’Utri, fundador de Forza Italia encarcelado por colaboración con banda criminal, y Vittorio Mangano, quien trabajó para él en su casa de Milán.

Décadas antes, los rituales y códigos mafiosos se habían instalado con éxito en Estados Unidos tras la promulgación en 1920 de la Ley Seca que prohibía la venta de alcohol. El principal código de la organización es el silencio, la omertá italiana, y el ritual más venerado, el de entrada en la familia. «Tienen que hacer un juramento de fidelidad y delante de otros miembros de la mafia cortarse un poco el dedo índice con el que se dispara el gatillo de una pistola, manchar con la sangre una estampita religiosa, quemarla y pasarla de una mano a otra mientras recitan: que mis carnes se quemen en el fuego si traiciono a la Cosa Nostra», detalla Matteo Re. Otro código importante es el del honor. Un mafioso no puede pasar nunca por alto una falta de respeto hacia su persona. El honor lo es todo para un mafioso y si alguien lo ha manchado la única manera para lavar la afrenta es la venganza. Hay venganzas que han sido ejecutadas décadas después de haberse cometido la ofensa.

Un grupo criminal en toda regla

En Estados Unidos se convierten en un grupo criminal de verdad. «Tenían tanto dinero que podían comprar a cualquiera», añade el autor del libro sin olvidar la fascinación que causaban entre muchos norteamericanos aquellos hombres elegantes, bien vestidos y con un acento cálido que tantas veces han lanzado a los cuatro vientos las películas de Hollywood protagonizadas por grandes actores como Marlon Brandon o Robert de Niro. La connivencia entre la política y la mafia era más que evidente y a Al Capone, el rey de Chicago, solo lo lograron acusar de fraude fiscal a pesar de haber sido el responsable de numerosos asesinatos. «Le cayeron 11 años de cárcel, pero murió en ella», continúa Matteo Re, convencido de que tan suave condena respondía al interés de las autoridades norteamericanas en no molestar demasiado al líder mafioso para que no cantase a quién untaba para que sus negocios fueran viento en popa. «Era más fácil condenarle por fraude fiscal, es decir por un delito que había cometido en solitario, que por otras causas en las que seguro que aparecerían políticos inconvenientemente involucrados con él», reflexiona Re.

A Mussolini se le ocurrió meter mano en los tejemanejes mafiosos. Sin éxito, como era de esperar. «Él veía que la Cosa Nostra tenía más poder en Sicilia que el Partido Nacional Fascista y envió a la isla a Cesare Mori», un policía al que apodaban «el prefecto de hierro», narra el doctor en Historia Contemporánea. Nada pudo hacer Mori cuando descubrió que la mafia ya estaba dentro del partido. Cuando tuvo la osadía de confesarlo en Roma, Mussolini le jubiló.

«La connivencia entre mafia, la política y la Iglesia está documentada desde 1900 en el informe policial de San Giorgi», continúa Re, de tal forma que el Vaticano se ha visto envuelto en numerosas ocasiones en operaciones turbias que han llevado al papa Francisco a publicar un anatema en 2015 para excomulgar a los mafiosos.

Y en medio de tantos desmanes de la alta curia vaticana surge otro ingrediente de película: la masonería, diligentemente capitaneada por Michele Sindona, banquero y miembro de la Propaganda Due, una logia secreta conectada a la mafia siciliana. Sindona, gran amigo del que después sería Pablo VI, lavaba el dinero de la mafia a través de transferencias que enviaba desde su propio banco al IOR, el banco vaticano Instituto Obras Religiosas, que después desviaba a cuentas de Suiza. Tan arriesgadas operaciones llevaron a la quiebra al banco de Sindona, quien acabó en la cárcel, donde murió envenenado. «La relación entre la mafia y la religión es bastante antigua porque no hay que olvidar la importancia de los curas en los pueblos de los siglos XIX y XX», insiste Matteo Re.

El que sí fue juzgado por colaboración con la mafia fue Andreotti, pero, cómo no, resultó absuelto por un delito que habría cometido en la década de 1980 y que por lo tanto había prescrito. Fue también eximido de responsabilidad en la sospechosa muerte del periodista Mino Pecorelli, quien investigaba el asesinato en 1978 de Aldo Moro después de estar secuestrado durante 55 días y sin que se produjese ni una sola detención.

«Las Brigadas Rojas asesinaron a Moro y mataron al mismo tiempo ese compromiso histórico entre la Democracia Cristiana y los comunistas», lamenta Re, quien sin embargo resalta que en ese asesinato participaron también los norteamericanos que no querían ver a un partido comunista en un gobierno y los soviéticos, nada dispuestos a que un partido único y revolucionario como el comunista se aliase con otro con la denominación cristiana en sus siglas.

Ni las cartas que envió Moro a sus compañeros de la Democracia Cristiana ni al Papa Pablo VI sirvieron para evitar su ejecución en un país que apestaba a corrupción hasta el punto de que el socialista Bettino Craxi, quien fue primer ministro de Italia entre 1983 y 1987, antes de huir al exilio tunecino, llegó a declarar ante un juez que «desde que tenía pantalones cortos sabía que su partido, así como los demás se financiaban ilegalmente».