Nunca entendí el significado de algunas procedencias alimentarias que figuran en los enunciados pomposos de las cartas de ciertos restaurantes. No estoy hablando como es natural de denominaciones de origen tan cantadas como trilladas: las ostras de Marennes, el queso de Cabrales, los garbanzos de Fuentesaúco, las fabas asturianas de la granja, las almejas de Carril, etcétera, pero sí de otras que plantean dudas sobre si el lugar de donde vienen pueda resultar decisivo desde el punto de vista gourmand. La patata alavesa, sin ir más lejos, era famosa por su calidad, el grado de explotación y de consumo. De hecho los alaveses aún mantienen el apelativo histórico de patateros, pese a la caída de la producción del tubérculo rey. Pero, por lo general y sin entrar en mayores detalles, la patata de Álava no es mejor que cualquier prima suya de Orense, ni al contrario. No, al menos, hasta el punto de tener que magnificar a bombo y platillo de donde provienen una y otra.

En 1895, un periodista gastronómico que atravesaba la villa provenzal de Cavaillon se mostró tan sumamente rendido a los productores locales de melones que escribió: «No existe ni un solo melón como el de Cavaillon». La reputación ha persistido durante décadas de manera que Cavaillon pasó a ser como en los casos de Le Puy y sus lentejas, Castelnaudary y su cassoulet, o Roquefort y su queso, una de las villas francesas donde el nombre está totalmente vinculado a la especialidad que la distingue. Del mismo modo que la cerveza hizo famosa a Milwaukee, la langosta a Maine, las anchoas a Santoña, las salchichas a Frankfurt, el jamón a Jabugo o el queso a Parma.

Estas certificaciones de excelencia no se obtienen en un día. Los primeros melones que se vieron en Cavaillon, pequeños, redondos y de piel rugosa, llegaron hace más de quinientos años provenientes del dominio papal de Cantalupo, en Italia. Cavaillon parecía el sitio ideal para convertirse en plaza melonera: en aquellos tiempos presumía también de posesiones papales, y el clima, seco, caliente y soleado era el que le convenía a ese tipo de fruta.

Los descendientes de los primeros cantalupos prosperaron y la localidad provenzal surcó los siglos bajo la influencia cultural y agrícola de un melón dulce y delicioso, de pulpa anaranjada y de sabor a miel cuando adquiere suficiente madurez. Hoy el cantalupo, después de un largo reinado ha sido reemplazado en cierto modo por el charentais, también pequeño con piel de color verde pálido y retículas marcadas por líneas más oscuras, igualmente de pulpa anaranjada, dulce y de fragancias exóticas. Existe una cofradía de caballeros de la Orden del Melón que desde 1988 se encarga de la promoción del género, y también un sindicato de maestros meloneros. El festival en honor de esta fruta se celebra todos los meses de julio en medio de una considerable algarabía tratándose de Francia, un país inequívocamente aburrido que suele crecerse en las conmemoraciones gastronómicas.

Los especialistas y catadores de melones suelen ser en Provenza una tropa numerosa y bien pertrechada de argumentos. Hablan de tres estaciones repartidas a lo largo de cinco meses para poder consumirlos como es debido. Los primeros pueden encontrarse a principios de mayo y provienen de los invernaderos. Los segundos, de la mitad de mayo a la mitad de junio, también pero en menor cantidad. Los más dulces, jugosos y perfumados, los mejores, pertenecen a la tercera estación, que abarca el resto del verano: proceden del campo y se mantienen acariciados por el sol.

Observar los tests que los entendidos le hacen al melón para comprobar en qué estado se encuentra es asistir a un ritual. Primero, los segmentos delimitados por sus líneas, grises y azules, en la piel. Un buen melón anárquicamente bordado debe tener diez segmentos, ni más ni menos. Luego, se sopesa con las manos para tentar su densidad, se palpan los extremos con el fin de percibir la madurez y se huele. El perfume dulce del olor indicará inmediatamente si hay que abrirlo.

El charentais o el cantalupo le hacen a uno la boca agua. Yo los como sin más, acompañados incluso de un poco de pimienta, al igual que algunas fresas. No se lo tomen a broma. También resulta delicioso en un sorbete, en una sopa especiada con albahaca, en una ensalada con jamón y en un chaud-froid regado de sabayón. Con ciertos vinos es un regalo. El mejor acompañamiento el charentais lo encuentran, en la región atlántica de la Charente, en el Pineau, el licoroso local por excelencia. Opino lo mismo que ellos. Un Pineau blanco de 5 años armoniza estupendamente con los melones dulces más delicados del planeta.

Alejandro Dumas, habiendo recibido un pedido de la biblioteca de Cavaillon de algunas de sus obras para enriquecer la colección, respondió con rapidez y sentido del humor que cursaría de inmediato los libros si a cambio de ellos se le concedía una renta vitalicia de doce melones por año. En mi caso, hubiera hecho lo mismo.

El charentais y el cantalupo son universales. Nadie discutiría su procedencia y, sin embargo, pertenecen al mundo. A la salida del mercado de Royan, no hace todavía mucho, compré un par de melones hermosos y, al advertir de dónde era, el frutero me informó: «Vienen de España».