Cuando voy a Londres procuro ir también a St. John (St. John Street, 26, justo en la esquina del Smithfields Market y cerca del Barbican). El problema es que cada vez son más espaciadas mis visitas a la capital británica, de manera que Fergus Henderson y su restaurante se han ido acercando a ese especie de nebulosa de la nostalgia junto a tantas otras ausencias de mi vida. Cuando abrió las puertas, creo que en 1992, Henderson fue acusado de viajar con doscientos años de retraso con respecto a a las vanguardias y se sintió honrado de que así fuera en un mundo demasiado sujeto a la banalidad insípida y a los adornos en los platos de comida. Él simplemente se disponía a hacer lo que le dictaba su conciencia, incorporar cosas que se habían perdido, o inusitadas, a su carta, buscar nuevos ingredientes en su sobria sala de estilo georgiano. Aquello sí era auténtico: el cerdo con todos sus cortes, los huesos de tuétano, lomos de vaca guisados al estilo del countryside, nada de ceremonias: comida sin apenas aderezo servida con la mayor franqueza.

Henderson creció hijo de una gran cocinera y de un buen comensal, como él mismo ha explicado en muchas ocasiones. En un tiempo despreocupado, entre mediados y finales de los sesenta y principios de los setenta. Luego se hizo arquitecto y más tarde empezó a cocinar en bistrots empeñado en convertirse en la revelación gourmand de los que, además, de comer prefieren hacerlo sin complejos. Todo ello enfermo, muy enfermo, por culpa del mal de Parkinson que le enviaba corrientes y sacudidas terribles al cuerpo.

En St. John se cocina el cerdo completo según el método más tradicional del asado y de la abuela. La cabeza se presenta tal cual, con todas sus texturas, la crujiente, la tierna y la gelatinosa, nada de desmenuzarla para comerla con una vinagreta o una ravigote, como hacen los franceses. Se aprovecha todo en beneficio de un festín abundante, sabroso, hasta pantagruélico. St. John intenta imitar a los viejos asadores y su decoración blanca, limpia, desnuda de cualquier tipo de ostentación no es el marco indicado para melindrosos. Cuando comí allí no era habitual que le sirvieran a uno en otros lugares huesos repletos de tuétano con sus escamas de sal, pan tostado y la ensalada de berros o de perejil. En St. John sí, como si nada, sin darle mayor importancia.

Tanto si se trata de la vaca como del cerdo, Fergus Henderson ha llegado a la feliz conclusión de que un animal no merece el sacrificio del matadero sólo para que seleccionemos de él las chuletas o los solomillos. Si tiene que morir, que sea por algo. El mejor homenaje que podemos hacerle es no desaprovecharlo. Su libro de recetas y divagaciones culinarias, Nose tail eating, es ya un clásico del género. Lo mismo que la segunda parte, también publicada. Con ambos ha logrado difundir el mensaje medieval de que el animal hay que comerlo sin más remilgos, del hocico a la cola. El cerdo es, como se sabe, tremendamente productivo. Sobre él puede recaer el sustento de toda una temporada. De la cabeza a los jamones encierra una gloriosa sinfonía de la carne. Lleva tatuada la firma de Rabelais y de sus personajes: Gargantúa y Pantagruel.

El cerdo es un monumento pantagruélico incomparable. Estos días que preceden a las viejas matanzas domésticas y campesinas de San Martín, una costumbre que las exigencias sanitarias han sido incapaces de erradicar del todo, el cerdo se convierte en un asunto ineludible. No se puede evitar. Desde el picadillo, el pote, hasta los solomillos. A la fiesta gastronómica del cerdo se han ido incorporando, además, en las mesas desde hace tiempo otras consistentes pruebas de la matanza: las carrilleras, la presa, el secreto, etcétera. Sin olvidarnos del jamón de bellota que requiere dos docenas de artículos aparte. De modo que bien se trate de un humilde picadillo o de unas láminas generosamente cortadas de jamón de pata negra, adelante, porque estaremos honrando con ello a un animal prodigioso.

ASADURA

Hay una asadura ancestral que es la careta de cerdo. Sin ir más allá, la mejilla de cerdo de Fergus Henderson confitada para después acabarla en el horno en las rejillas altas junto a la rebanada de pan que adquiere un tono tostado y se empapa de la maravillosa grasa. El cerdo es también el protagonista principal, con el garbanzo negro de Etiopía, de la cocina de las hambres del Buscón. Representado por el tocino de quita y pon del licenciado Cabra. «Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé que le dijeron un día, de hidalguía, allá fuera. Y así tenía una caja de yerro, toda agujereada como salvadera, abríala, y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar, y metíala colgando de un cordel en la olla, para que la diese algún zumo por los agujeros, y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que, en esta, se gastaba mucho, y dio en sólo asomar el tocino a la olla», escribió Quevedo en sus memorables páginas. Con el cerdo estamos salvados en la abundancia, los mejores cortes del jamón ibérico, y en la escasez, recurriendo al modesto tocino, que alumbra la más pobre de las ollas.

En definitiva, todo un dechado de virtudes.