Siendo secretario del Partido Democrático de la Izquierda de Italia, Massimo d’Alema les dijo una vez de manera despectiva a los compañeros que querían abandonar la organización para fundar otra: «Con vosotros se irán los que asaban las chuletas en las fiestas de la Unidad». Obviamente, D’Alema, que ha tenido por costumbre equivocarse casi siempre en cuestiones de la comida, fundamentales para los italianos, quería ofender a los disidentes y, de paso, ningunear a los de las bisteccas. En esa ocasión no lo hizo de igual manera que la vez que se atrevió a menospreciar los tortellini emilianos, símbolo de las sagras más celebradas en la región de Emilia-Romaña, uno de los grandes bastiones de la izquierda, que en adelante dejó de votar a D’Alema contribuyendo decididamente a que su gobierno durase lo que dura un suspiro.

La comida une. Probablemente no haya nada en esta vida con ese tipo de pegamento, pero en Italia clamar contra ella puede convertirse para quien lo hace en una persona resueltamente antipática. El precedente está en Benito Mussolini que quería someter a los italianos a una dieta perpetua sin pasta para hacer de ellos un pueblo supuestamente mejor y más higiénico según los parámetros del fascismo que era, por otro lado, además de un abuso una ordinariez en sus planteamientos estéticos y éticos.

Las sagras -la de los tortellini, por ejemplo, en Emilia- son las celebraciones más populares y entrañables de Italia. Hay tantas como pueblos, más incluso que aquí, y en muchos de ellos se celebran varias fechas gastronómicas. Son innumerables y variadas, en todas las estaciones: cuando viajo procuro hacerme con un calendario para ver cuáles coinciden porque en ellas no es difícil descubrir algo distinto curiosamente teniendo como indicador lo mismo de siempre. Las sagras proceden en su origen de los ritos de fiesta paganos, algunas de ellas no obtienen el beneplácito de la Iglesia que las observa con cierto recelo. Pertenecen a los colectivos que de algún modo defienden intereses comunes, culturales o ideológicos. Han nacido del fruto de las vendimias, de las cosechas o de las especialidades que se cuecen en cualquiera de los rincones de la geografía italiana. Hay sagras de la rana, de los caracoles, de las cerezas, de las fresas, del vino tal y de vino cual, de las manzanas, de la achicoria, de l porcino, del cordero, de las castañas, de las nueces, de las avellanas, del cotechino, del aceite de oliva, de la focaccia y de los mil panes diferentes que salen de los hornos, de una punta a otra del país.

En noviembre, y en ciertos lugares desde el pasado octubre, abundan las sagras de la trufa blanca en el Piamonte, en Alba, Acqualagna y otros lugares entre Cuneo y Asti: sólo pensarlo excita los sentidos. A las trufas blancas, los antiguos romanos las apreciaban como a ningún otro fruto del bosque; de hecho, coronaban sus banquetes con ellas. Marco Gavio Apicio, en su tratado De re coquinaria, incluye varias recetas con trufas. El marqués de Cussy, que fracasó tratando de enseñar a comer a Napoleón, llamó a las trufas las emperatrices subterráneas. La tuber magnatum pico no tiene nada que ver con la tuber melanosporum, o por decirlo de otra manera, la dama blanca del Piamonte no se parece al diamante negro del Périgord. Lo mejor de la primera es su inconfundible perfume; el sabor resulta algo picante, con ligero toque a ajo por su componente de azufre. La segunda desprende aromas terrosos y pequeñas cantidades de androsterona, sustancia que se encuentra en el sudor de las axilas. No se preocupen, es una simple descripción. Luego está la experiencia del gusto que resulta inolvidable en el caso de la trufa blanca, un producto que cuando la temporada es normal alcanza en el mercado precios entre los 700 y los 3.000 euros el kilo. Naturalmente no hay que fijarse como meta el kilo aunque el tamaño marca el valor de la pieza. Dado que hay una variedad para cada estación y a veces más dependiendo del lugar, existen trufas bastantes más económicas. Recuerden, la blanca, en función de las lluvias, se recoge de finales de septiembre a últimos de diciembre. Puede alargarse algo más la recolección. La preciada magnatum pico crece sobre todo cerca de robles, sauces, álamos, en terrenos blandos y húmedos, ricos en calcio. De principios de diciembre a mediados de marzo es el turno de la negra piamontesa (melanosporum vitt) que ha ido creciendo en cuanto a demanda. De mediados de enero a mediados de abril el territorio deja paso al bianchetto (tuber borchii vitt) y, posteriormente, de junio a finales de agosto y hasta entrado septiembre, se recoge la negra de verano (tuber aestivum vitt). ¿Cómo reconocer una buena trufa de otra que no lo es tanto y por la que pedirán probablemente el mismo precio? El pico magnatum debe tener, como ya saben, un aroma intenso y profundo, aliáceo, de dulce y heno, de miel, de azufre y tierra húmeda. En general, la trufa blanca es irregular, posee cavidades pequeñas. Su peridio tiene un color entre ocre y amarillo pálido, juntando manchas . Al abrirla se notan las venas delgadas que van desde el tono marrón, al rosa y al blanco.

Hasta bien entrado enero los piamonteses persiguen a las damas blancas guiados por los perros hasta desentrañar el velo de misterio que las rodea. De día y de noche, más cuando oscurece para que no se les vea. Al principio de la temporada los precios empiezan mostrándose algo más indulgentes con los bolsillos pero, según avanza, las posibilidades de que suban son manifiestas y tienen que ver principalmente con las lluvias. A los buscadores de trufas (triffulau) se les oye con frecuencia, como a los campesinos, quejarse de la meteorología, de la tierra seca y mezquina por culpa del famoso cambio climático. Hasta que empezaron a adiestrar a los perros, hubo un tiempo en que para rastrear se utilizaba a los cerdos -costumbre que en Francia todavía perdura- por su olfato más fino. El problema era que los cerdos, especialmente golosos, se comían las trufas. Durante siglos sólo los italianos del norte buscaron las perlas en la tierra. Más tarde la obsesión por esa deliciosa rareza al alcance de unos cuantos se extendió.

Aroma y textura

Ah, finalmente, la trufa no se cuece, hacerlo significa destruir su aroma y su textura, despojarla de su perfume. Si se puede pagar hay que comerla cruda utilizando un rallador sobre un plato caliente o tibio para que salga a relucir su intenso olor. En una pasta o, como una vez aprendí leyendo una receta de Alain Ducasse, acompañando un risotto con tuétano de vaca y vino blanco, caldoso, con mantequilla y parmesano, para finalmente rallar por encima la trufa. Un producto tan potente sólo hay que utilizarlo con otros ingredientes cuya simpleza evite solapar aromas y sabores.

En el Perigord, existe la costumbre entre personas de posibles de comer la trufa negra entera y verdadera sous la cendre, sencillamente envuelta y sobre las cenizas de un fuego durmiente de forma que adquiera temperatura. Pero con unos huevos fritos o con una omelette baveuse (babosa) por la cremosidad de la yema también resulta un bocado de primera categoría. Y se me ha hecho la boca agua, porque lo que la comida no une sirve, en cualquier caso, para disfrutar.