El desmedido interés por la cocina perjudica su salud. Probablemente no el negocio montado alrededor por los restaurantes, los chefs mediáticos y los críticos que saben sacar partido de ello con ferias y otros montajes, pero sitúa al entorno de la gastronomía en un grado de popularidad sólo equiparable a la incomprensión de su propia naturaleza. Da la impresión de que comer bien o mal es lo de menos, lo importante es mostrar y mostrarse dentro un género suficientemente rebajado de categoría para aceptar en su seno a tanto bloguero, foodie o inquieto por experimentarlo todo de repente, y que no es capaz de discernir como es debido siquiera en la teoría.

No hablemos de la práctica. Leo absolutamente perplejo cómo los propietarios de algunas casas de comidas, figones de tres al cuarto y mesones apestosos, reconocen que no han aprendido nada de Chicote y su reality show de la televisión pero, sin embargo, agradecen el gran número de clientes que les ha reportado el hecho de que los degradase como restaurantes poniendo en evidencia lo mal que se come allí y hasta la falta de higiene en el establecimiento. Es decir ni han aprendido ni se corregirán: hay comensales que, llevados por la curiosidad, son ya nuevos clientes. ¿Para qué mejorar? Resumiendo: cuanto peor das de comer el negocio prospera gracias a las denuncias impostadas de personajes que multiplican el conflicto y distorsionan la imagen para conseguir mayores audiencias televisivas. Todos contentos.

Por contra, se produce un descalabro para la cocina y la gastronomía, minimizadas en el imperio de la banalidad y el espectáculo circense. Todo vale en esta mediatización abusiva del género: reality shows que ofenden la inteligencia y el buen gusto, la publicación de miles de notas en blogs y periódicos sobre comida y vinos por parte de quienes ni siquiera conocen o han probado los que escriben, en muchos casos espoleados o incentivados por los gabinetes de comunicación de restaurantes y marcas, etcétera. Algunos críticos gastronómicos utilizan su firma o su poder en los medios de comunicación de papel, o la supuesta influencia de sus páginas digitales, para convertirse gracias a ello en emprendedores de lucrativos negocios. No entraña excesiva complicación, para conseguirlo, lo primero es tejer una tupida red de intereses con los propios cocineros, los distinguidos productores, e insuflar un interés artificial y desmedido por el género gastronómico entre cientos de papanatas y esnobs, no tener inconveniente en ser arte y parte, y preocuparse, por último, de cultivar regar el huerto con asiduidad. No quiero decir que este sea un fenómeno totalmente nuevo y que no se haya producido antes. No. El problema ya se daba pero no en las dimensiones actuales. Tampoco quiero decir que el interés por la comida haya que atribuirlo sólo a los charlatanes y oportunistas, pensadores del pienso y a cualquier otra motivación espuria. No sólo. El interés racional por la comida existe desde hace tiempo y tampoco únicamente por ser consustancial a la alimentación y a los humanos. Refiriéndose a los periódicos, Lord Northcliffe, el gran magnate de la prensa británica, solía decirles a sus periodistas que los cuatro asuntos que garantizaban la atención perdurable de los lectores eran la delincuencia, el dinero, el amor y la comida. En los años posteriores se sumó la política que en muchos casos guarda relación con los dos primeros. Pero Northcliffe les recordaba que sólo el último, la comida, es fundamental y universal. La delincuencia despierta un interés relativo, incluso en las sociedades más proclives al delito por la falta de regulación o la abundancia de criminales. Es posible incluso imaginar una economía sin dinero y reproducción sin amor; no puede haber, sin embargo, vida sin comida.

La comida, ¡ah la comida!. Eso es otra cosa y no tiene nada que ver con el circo saturado de payasos del que les hablo. Para educar a un comensal racional y exigente hace falta ponerse a la obra desde el principio. Es algo de lo que debería ocuparse la enseñanza como si se tratara de la más importante de las asignaturas. Aprender a comer, a distinguir un producto en la huerta en el mercado para que no le dé gato por liebre cualquier aprendiz de brujo dedicado a los aspavientos de cocina, o pueda llegar a alucinar con un chef que pretende explicar la luz del mar en un plato, u otro que cree que ha descubierto en un mercado de Asia la quintaesencia. Para no tener que tragarse la impostura febril de la cocina tan vorazmente como si fueran cachopos.