El tomate tiene una aparente ventaja que es a la postre su gran inconveniente: se cultiva todo el año y, por ello, en términos generales, se comen tomates insípidos también todo el año, excepto en los meses de verano, entre finales de junio y de septiembre, que son realmente los propicios para hacerlo. Pero el resto del tiempo prolifera ese tipo de fruto redondo y calibrado, sin mácula ni sabor, harinoso, madurado en invernaderos y transportado en camiones de un lado a otro para que nadie se quede sin comer tomates que, en realidad, no saben a tomate.

El que llegó del Perú a bordo de las carabelas de los conquistadores era pequeño y amarilllo, aproximadamente del tamaño de la variedad cereza que tanto se utiliza para adornar ensaladas y platos. Como una de las escalas del viaje fue Marruecos alguien los llamó manzanas de los moros, y de ahí vino seguramente el vocablo italiano pomodoro. En España nos conformamos con derivar la palabra azteca tomatl.

El tomate es un fruto tan venerado en los países mediterráneos que no es difícil zanjar una conversación sobre él con el juicio tajante de cualquiera dispuesto a asegurar que no existe variedad en el mundo comparable a la que cultiva. No le faltará razón, si hay una hortaliza cercana y de subsistencia es el tomate, que requiere sol y protección de algunas plagas, pero que resulta muy agradecido. Es una de las grandes creaciones de la naturaleza. En Italia, el gran Gino Paoli hizo popular una canción que decía que una pasta senza pomodori es como un giardino senza fiori. El tomate, es cierto, sirve para perfumar la pasta, el pan y el arroz pero estoy de acuerdo con Josep Pla que decía aquello de que la mejor forma de comerlo es crudo. Mal integrado es capaz de arrasar cualquier plato que se le ponga por delante, desde una carne, unas judías o un pescado. Sólo el bacalao encaja con la idea del tomate, pero no siempre.

El pescado es muy sensible, especialmente sensible, a los efectos deletéreos del tomate cocinado y utilizado en abundancia para hacer naufragar los platos de comida. Pla estaba, además, cargado de razones para decirlo porque si hay un lugar en el mundo donde se abusa del tomate en la cocina no es Italia, que acierta mejor con el lugar que le corresponde, sino Cataluña. En la cocina tradicional de payés, el tomate es una vieja obligación contraída con la historia.

Las variedades son tantas como los tomates anónimos, sin registro ni bautizo. Últimamente me he adelantado, como tantos otros impacientes, a comer algunos de los tomates que llegan a mis manos de Tudela y de Barbastro, rosas y comestibles. La clase raf, producto de la selección de castas, tiene en la actualidad no pocos adeptos. Volviendo a Italia, el pomodoro es la estrella de las hortalizas. El tomate se come al natural, en passata (puré) para incorporar a cualquier aderezo o en salsa (boloñesa, napolitana, amatriciana...). Fresco y seco (secchi). Para prepararlos secos en casa se parten los tomates a la mitad, se salan y asan a la parrilla. Luego, como es costumbre de la mamma y de la nonna, se ponen en un lugar soleado y, finalmente, se conservan en tarros con aceite. Si no hay sol que valga, se secan en el horno. En Calabria y en Sicilia, los racimos se cuelgan de las paredes de las casas. El tomate seco es ideal para perfumar los risottos o las ensaladas de pasta.Yo lo utilizo en uno de mis bocadillos favoritos, con mozzarella de búfala, un chorro de aceite de oliva virgen y un par de hojas de albahaca. El pan conviene tostarlo.

Decía que en Italia hay, al menos, una docena de variedades de tomates muy identificados. De hecho, a mí me salen trece: san marzano, alargado; sorrento, tirando a blando y bueno para las salsas; casalino, pequeño y dulce; ceriñola, tipo cherry, aromático y dulce; marena, muy rojo y dulce; roma, el más utilizado en las conservas; pachino, siciliano, pequeño, intenso y ácido, para comer al natural; perino, alargado, de pera; sardo, de carne aromática, como el murciano, de color oscuro; ramato, como el nuestro en rama; napoli, cultivado en las laderas del Vesubio, intenso; palla di fuoco, arrugado en forma de bolsa, del norte italiano, y, finalmente, cuore di bue (corazón de buey), grande, con surcos y forma de pimiento y especial para comer en crudo con sal, aceite y pimienta.

El trinomio vital con el aceite y el pan, aquí en casa.Y la biblia en verso si se acompaña de jamón ibérico. El tomate en rama, el sardo o el pachino acompañan estupendamente un mozzarella, aliñado con aceite y albahaca. En Toscana, un plato de campesinos consiste en desgajar el tomate entre pedazos de pan de leña reblandecidos con agua, aderezándolo con un chorro de aceite, sal y orégano hasta que quede un gazpacho espeso. Algo más completa es la panzanella: el pan se empapa de agua y vinagre, se agregan anchoas, tomate, cebolla, aceitunas y albahaca.

La cocina toscana es sencilla, campesina, pero llena de fragancias. Uno parece que se está comiendo el campo, mientras de la costa le llegan lejanas brisas marinas, que se resumen en un pez insípido, unas bacaladas o una pasta con marinara. Los toscanos adoran, por ejemplo, la pappa col pomodoro (pan del día anterior -«il giorno dopo è più buono»-, ajo, albahaca, tomate, aceite de oliva, sal y pimienta) o la acquacotta, que también lleva pan, tomate y cebolla, que se cuece a fuego lento en agua y en la que, al final, se casca un huevo.