El destino de algunos países del Este se decidió descorchando coñac de Georgia, después de la Segunda Guerra Mundial. En una de las comilonas ofrecidas por Stalin, se dice que Churchill cedió Besarabia, la vieja tierra moldava, a los soviéticos, mientras partía con un cuchillo una trancha de esturión y, a la vez, que admitía desconocer dónde se situaba en un mapa. Pero hubo ventajas personales, el viejo león británico acabaría por convertirse en un defensor de los productos del Cáucaso, principalmente de aquellos provenientes de la Georgia natal de Stalin. Los vinos, champañas y coñacs de esa república, grandes desconocidos para los occidentales, llegaron a rivalizar dentro de sus preferencias con sus homólogos franceses. En 1945, la Conferencia de Yalta se celebró en el palacio de Livadia, no muy lejos de las bodegas de Massandra que suministraban a Alejandro III. La colección de vinos de Massandra, orgullo de los Romanov, era una de las más grandes del mundo. Los espumosos de Crimea y Georgia corrieron libremente en Yalta. El dictador soviético lo aprovechó en su favor y encargó a la fábrica Sarajashvili, de Tbilisi, un destilado de brandy y coñac específicamente pensado para Churchill. Una de las barricas utilizadas databa de 1894, el año de la ascensión al trono de Nicolás II. El premier británico elogió aquel destilado más que ninguna otra cosa en esta vida; bebió copiosamente y se llevó unas cajas de vuelta a Inglaterra.

Fue, sin embargo, Tito, el mariscal que dirigió con mano férrea durante décadas la extinta Yugoslavia, quien compartió más banquetes con Stalin. Stalin y Tito, juntos, «el gigante» y «el dandi», que diría Enzo Bettiza, el nonagenario novelista y político dálmata. Por las copiosas mesas desfilaban caviar rojo, esturión y anguila marinada, pepinillos en vinagre, goulash de albóndigas al vino georgiano, asado de pollo a la rusa, conservas de setas, panqueques y arándanos. Stalin mandó en la Unión Soviética a partir de mediados de la década de los veinte del pasado siglo hasta su muerte en 1953. En esos años se llevó a cabo la industrialización rápida y la colectivización, que coincidió con una hambruna masiva, los campos de trabajo del Gulag, y la gran purga.

En medio de aquella penuria el régimen soviético utilizó, no obstante, como una poderosa herramienta de propaganda un recetario publicado en 1939 que, promovido por el dictador, se encargó de reeditar sucesivamente hasta los años cincuenta, El libro de la comida sabrosa y saludable, manual de cocina revolucionaria. La obra muestra el abismo existente entre la feliz teoría comunista y una realidad de estrecheces. En mis manos cayó hace tiempo un ejemplar de la traducción italiana, Revoluzione in cucina. A tavola con Stalin (La revolución en la cocina. En la mesa con Stalin), que incluye recetas de algunos de los platos favoritos del jefe de la URSS, entre ellos la ensalada rusa de invierno, el pollo georgiano con nueces (satsivi), el repollo estofado relleno de carne, el cordero de Uzbekistán con arroz pilaf o el blini a la ucraniana. En el dietario colaboraron científicos e intelectuales. El pueblo no tenía demasiado de comer que llevarse a la boca pero , según Stalin, el nuevo hombre comunista debería ser un “ingeniero de almas”, no ignorar la mesa, que no sólo regenera el cuerpo sino también el espíritu, el sentido cordial de la vida.

Claudio Magris, en su último libro de ensayos y artículos titulado Instantanee (La nave di Teseo, 2016) cuenta cómo el Líder Supremo brindó, en una cena suntuosa celebrada un 26 octubre de 1932, en la casa de Gorki, ante escritores a los que el propio Gorki tenía la misión de educar, formar y encauzar bajo las directrices soviéticas, entonando las siguientes palabras: «Un hombre renace viviendo la vida plenamente». Magris apunta que los buenos almuerzos siempre han ayudado a los señores y a sus favoritos a dominar a aquellos que están con el estómago vacío. Incluso a guiarlos comercialmente con el viento a favor de sus intereses , como sucedió cuando a principios de los cuarenta Molotov, ministro de Exteriores, se encargó de extender la noticia de que una banda de contrabandistas estaba utilizando latas de pescado para traficar con perlas. Ante un auditorio, Molotov extrajo de una de esas latas sospechosas un collar de nácar. Se trataba de una falsedad, nadie encontró perlas en las latas de pescado, pero durante mucho tiempo los rusos se dedicaron a consumirlas pese a ser reticentes. Misión cumplida.