Les presento un pequeño exorcismo gaddiano: coma orecchiette, salchicha y queso ricotta, un plato sabroso y pesado, sin sentirse culpable. Orechiette es una pasta originaria de la Apulia cuya forma recuerda una oreja. En la literatura universal, la comida plantea un acuerdo de representación con las palabras a través de descripciones miméticas o por medio de su transfiguración retórica en símbolos y metáforas. Carlo Emilio Gadda (1893-1973), autor de “El zafarrancho aquel de Via Merulana”, una de las grandes novelas italianas de mediados del siglo pasado, habla de la comida ceremonia de la vida como herencia genética pero también como algo morboso y letal. Un asunto obnubilante, un tipo de droga. Con el gordo y voraz Gonzalo Pirobutirro, alter ego y protagonista de La cognizione del dolore, trae a colación una langosta, habla de sus entrañas inmundas, y no entiendes si se refiere a la carne o la boca que engulle sus jugos. La secuencia es obscena, llena de malicia. No hay inocencia en la obra de Gadda, que se vale de su personaje para aniquilar el puritanismo de los progenitores disfrutando de la comida.

En 1959, publicó su receta del risotto alla milanese, el Risotto Patrio, en Il gatto selvatico, revista de la empresa de hidrocarburos y energía ENI, que apoyó desde el primer momento su presidente Enrico Mattei. Il gatto selvatico contó siempre con grandes aportaciones de importantes escritores, intelectuales y artistas, como Leonardo Sciascia, Natalia Ginzburg y Primo Levi. La receta pasó a la historia como una de las grandes descripciones literarias, precisa, conceptual, a la altura de lo que Lampedusa hizo con el timbal de macarrones en El Gatopardo.

Lean: «(...) La cacerola, mantenida al fuego por el mango con la mano izquierda, usando un protector de fieltro para sostenerla, recibe cascos o trozos mínimos de cebolla tierna y un cuarto de cucharón de caldo, preferiblemente casero y de ternera, y mantequilla lodigiana de primera. Mantequilla, quantum prodest, sabido el número de comensales. Al empezarse a freír este módico aporte mantequilla-cebollesco, se irá echando el arroz en pequeñas y reiteradas porciones, poco a poco, hasta alcanzar un total de dos o tres puñados por persona, según el apetito previsible de los comensales. El caldo no dará inicio, por sí solo, a la cocción del arroz: la cuchara revolvedora (en este caso de madera) tendrá un importante papel: el de revolver y revolver. Los granos se deben casi dorar y, por momentos, endurecer contra el fondo estañado, ardiente, en esta fase del ritual, manteniendo cada uno la propia personalidad: sin empastarse y sin formar grumos. Mantequilla quantum sufficit, no más, por favor. Pero no se debe empozar o formar un caldo pringoso. Debe untar cada grano, no anegarlo. El arroz se debe endurecer, ya lo dije, en el fondo estañado. Luego, poco a poco, se infla y cocina a medida que se le va agregando poco a poco el caldo, en lo que se debe ser cauto. Agréguese poco caldo cada vez, comenzando con dos medias cucharadas, tomadas de una olla marginal que se debe tener lista. En ella se habrá disuelto el azafrán en polvo, vivaz, incomparable estimulante gástrico venido de los pistilos disecados y previamente molidos de la flor. Para ocho personas, dos cucharaditas cafeteras. El caldo debidamente azafranado deberá, por tal motivo, tomar un color amarillo mandarina: lo que hará que el risotto con cocción perfecta, veinte, veintidós minutos, resulte de un color amarillo-naranja».

Hay más: «(...) El arroz a la milanesa no debe quedar sobrecocido, por favor, ¡no! Sólo un poco más que al dente al ser servido: el grano empapado e hinchado por los mencionados jugos, pero grano individualizado, no pegado a los compañeros, ni anegado en una ciénaga, en un caldo húmedo que lo haría desagradable. Un poco de queso parmesano rallado apenas si lo admiten los buenos arroceros: es una trivialización de la sobriedad y la elegancia milanesas». Gadda, que era un notable cocinero, además de un gran teórico gastronómico, elegía el Vialone nano, del Valle del Po, por su entereza y robustez, a itros, como el alargado Carolina.

Perteneciente a una familia de la alta burguesía milanesa, después de haber combatido en la primera guerra mundial, se doctoró en Ingeniería. Trabajó en Italia y en el extranjero hasta 1931, cuando decidió dedicarse exclusivamente a la literatura. Existencialista, consideraba la vida un caos absurdo, y como Pirandello y Svevo, negó la unidad del individuo. Para él no era un efecto, sino un conjunto de efectos. Apuró el lenguaje macarrónico como un instrumento satírico, y de la sátira pasó a la melancolía hasta alcanzar un desprecio aristocrático por el género humano. Habló de la «salubérrima estupidez que pace sobre la fatiga vana del pensamiento». Así se fue encontrando a gusto con el pastiche lingüistico. Antifascista, su dominio de la sátira antiburguesa llevó a pensar a algunos, en la década de los cincuenta, que Gadda era un progresista, cuando jamás dejó de ser un conservador. Otros autores vanguardistas y experimentales reconocieron en él a un maestro o un igual. Esto, era sólo en parte, ya que su desesperación frente a las cosas no dejó nunca lugar a la utopía. Tampoco en el rissoto.