Las catas pertenecen a un territorio duro e inhóspito. Como ejemplo pongamos las de vino, que hace tiempo se consideraban una fiesta de los sentidos y ahora empiezan a ser una especie de obligación litúrgica que todo el mundo abraza, porque todo el mundo está empeñado en meter la nariz en una copa para expresarse fina y versadamente sobre ella. Con la excepción de las exclusivamente lúdicas y que no tienen otro fin que trasegar buenas botellas entre amigos y amigas, las catas enológicas son la mayoría de las veces un auténtico coñazo.

Una cosa es que los sentidos muevan los sentimientos y animen la inteligencia, y otra muy distinta es que todo eso, unido al cargante discurso organoléptico y la grandilocuencia que conlleva, tengas que escuchárselo al pedante de turno, que se inventa además la mitad de lo que dice, cuanto simplemente hay ganas de beber vino y disfrutar de él. En realidad beber el vino que a uno le gusta, sin escupirlo que es una cochinada, sobre todo en presencia de otros. La experiencia de los años y cuatro cosas básicas me han enseñado a separar los vinos que aprecio de los que me resultan prescindibles. Con eso me doy por satisfecho. Pero en ocasiones, contaminado por la tontería medioambiental gastronómica, me pongo estupendo y transmito media docena de sensaciones gustativas u olfativas. Bien por escrito o por medio de la cháchara. Enseguida me arrepiento de ello.

Obviamente no todos son esnobs y advenedizos en el mundo de las catas, que proliferan como los hongos después de la lluvia. También, por supuesto, hay muchos enólogos e incluso sumilleres de los que se puede aprender. Conozco a más de uno. Por regla general, suelen ser los menos pelmas: van al grano, sueltan su diagnóstico olfativo y gustativo sin detenerse en otras alharacas y permiten conocer lo que uno está bebiendo sin que tenga necesidad de empapizarse.

Recuerdo las estupendas catas ciegas entre amigos en las que no se desperdiciaba ni una gota. Ponerle la venda a una botella y jugar un rato a advinar las propiedades de su contenido, el origen y el nombre del vino en cuestión. Además de adquirir algo de cultura gastronómica sin mayores ínfulas, disfrutábamos de la conversación y, a veces, también de una cogorza divertida e ilustrada. Pero esto de tener que comprometerse a catar por el simple hecho de cotejar conocimientos en una reunión de inquietos, está muy bien para blogueros audaces, foodies y parientes, camareros y sumilleres: a mí personalmente empieza a resultarme algo árido, por no decir pesado. En cualquier caso me gustaría saber describir, como lo hace Edward St. Aubyn con su gran personaje de las novelas, Patrick Melrose, las sensaciones gustativas, por ejemplo, del Corton-Charlemagne, uno de los grandes borgoñas de este mundo. Es algo largo pero merece la pena leerlo: «El primer sorbo le arrancó una sonrisa de reconocimiento, como un hombre que ha avistado a su amante entre el gentío de un andén. Volvió a levantar la copa, dio un sorbo generoso al pálido vino, lo retuvo en la boca unos segundos y luego lo dejó caer garganta abajo. (...) Cerró los ojos y el sabor se extendió por su cuerpo como una alucinación. Un vino más barato podría haberlo sepultado en fruta, pero las uvas que ahora imaginaba eran de una artificiosidad misericorde, como pendiente de abultadas perlas amarillas.Se imaginó los brotes largos y nervudos de la vid arrastrándolo hacia la tierra roja y densa. Trazas de hierro y piedra y tierra y lluvia cruzaron su paladar y lo tentaron como estrellas fugaces.Sensaciones largo tiempo atrapadas en la botella se desplegaron como un lienzo robado». Absolutamente genial.

St. Aubyn, además de un gran aficionado y conocedor del vino, es dueño de una obra basada en su propia y dolorosa experiencia que describe extremos de crueldad familiar y esnobismo social con una precisión que no está libre, a su vez, de crueldad y esnobismo. Aristócrata, heredero literario del gran Evelyn Waugh, entre sus antepasados se encuentra un abuelo escocés amigo del duque de Windsor que bebió hasta el agua de los floreros en Montecarlo; y un tío abuelo duque, primo hermano del zar Nicolás II, que ayudó a asesinar a Rasputín, sobrevivió a la revolución y más tarde trabajó como vendedor de champaña en París. Su padre, un sátiro sexual con talento para la música, murió en Nueva York y acabaría inspirando algunos de sus mejores libros. Si lo que buscan es un retrato mordaz y despiadado de la aristocracia inglesa no duden en leer sus historias. Si se trata de catar ordenadamente su obra, pueden empezar por el ciclo El padre, que reúne en un volumen las tres primeras novelas deMelrose y que publicó hace unos años Mondadori. Por cierto, Melrose también cuenta con una serie de televisión, protagonizada por Benedict Cumberbatch.

Las catas profesionales o pseudoprofesionales son un tostón, pero reunirse a beber vino es todo lo contrario. Un buen vino debería estar siempre acompañado, según el filósofo Roger Scruton, autor de Bebo, luego existo, de un buen tópico de conversación, y ese tópico debería tratarse alrededor de la mesa. Los antiguos griegos, en sus simposios, se acompañaban del divino néctar de las uvas mientras discutían de los más trascendentales asuntos, ninguno de ellos relacionados como es natural con el vino. Igual que reconocían ellos, es la mejor manera de considerar cuestiones verdaderamente serias. «Cualquiera que sea el efecto del vino sobre la salud física, tiene efectos mucho más significativos sobre la salud mental: un efecto negativo cuando no está unido a la conversación inteligente y positivo si es al contrario», escribió Scruton.