A diferencia de millones de españoles, yo no entiendo de fútbol. Hombre, sé cuándo un equipo juega o intenta jugar bien, cuándo juega o decide jugar mal o cuándo no juega y se dedica al kárate, como Holanda, pero soy incapaz de pontificar sobre el acierto de las tácticas o errores en los cambios. Hombre, sé cuando alguien me cae bien, mal o regular, y Del Bosque me resulta tan simpático como entrañable frente a la jauría que se lo quería comer con patatas, cual pulpo (a)divino. Y desde el domingo, al que me hable mal de Casillas le retiraré el saludo, no sólo por las paradas que hizo, sino por la forma que eligió para cerrar bocas: cerrando la de su novia con un besazo de primera división. Espontáneo, como dijo él, o quizá lo tenía pensado de antes, pero el resultado merece un «Oscar», la «Palma», el «León» y el «Oso de oro», el «Goya», la «Concha de plata» y, ya puestos, el «Pulpo con Grelos» a la mejor reinterpretación de la dicha antes de irse a la ducha. Porque si Iker demostró ser un tipo bravo en el dominio de las pelotas en el campo, también estuvo a la altura de ellas fuera de él tras la penosa campaña a la que fue sometido por un fallo de lo más normalito contra la bollería suiza (incluyendo cierto periódico británico que se dejó la seriedad en la papelera). Y la denostada Sara Carbonero reaccionó con la felizmente atribulada naturalidad de quien no se espera un gesto tan elocuente, apasionado y rendido. Con ese ósculo de campeonato, Casillas daba una patada en el ídem sin el «ós» a la gran hermandad de lenguas viperinas que cuestionaron tanto su profesionalidad como la de la periodista.