Desde siempre han existido. Independientemente de los resultados de ayer, la Liga de fútbol parece recobrar la emoción perdida. Han bastado algún que otro resultado adverso del Madrid, y que el Barça reduzca una diferencia que parecía insalvable, para que de pronto surjan multitud de polémicas, que siempre tienen que ver con los árbitros.

En algunos de estos artículos he manifestado el cansancio que provoca en los aficionados al deporte en general, y a los del fútbol en particular, este enfrentamiento constante entre Madrid y Barça, Barça y Madrid, como quieran ponerlo, cuando de árbitros se refiere. Esa actitud permanente de queja cuando los resultados no son favorables de achacarlos a decisiones arbitrales más o menos premeditadas, manchan una competición que pretende ser la mejor del mundo.

Los dos grandes de siempre tienen un poder absoluto que roza la dictadura más intransigente. Los medios de comunicación son un reflejo de ello, en especial los medios de esas dos ciudades. Podrán decir, y en eso a veces tienen razón, que son los propios protagonistas quienes alimentan las dudas, las sospechas. Escribía hace poco, que no solo tienen los mayores recursos, el mayor seguimiento, también quieren el favor de la justicia deportiva. Si pierden no será por errores de ellos, sino de los demás.

Estas polémicas tensionan la competición. No es fácil escaparse de ella. Y en esa tensión hay quienes se sienten cómodos, o al menos eso parece. Mourinho, un clásico de estas columnas por la cantidad de reflexión que a uno le produce, tiene a su equipo en la oportunidad de ganar una liga reservada en los últimos tiempos al Barça. Esa oportunidad bien gestionada le hace mirar a su rival de siempre con cierta suficiencia. Demasiada superioridad culé han tenido que soportar. Pero esas distancias recortadas producen ansiedad, tensión. Una tensión no controlada que cuando da rienda suelta, tiene como resultado el esperpento del otro día en Villarreal. Al margen del acierto o desacierto arbitral, la realidad es que el comportamiento del equipo fue más pandillero que de un club señor.

Suele suceder que cuando se lidera tensionando al grupo a límites insospechados, el equipo estalla por cualquier lado o en cualquier momento. Las reacciones suelen ser desproporcionadas. Tener a un equipo en tensión permanente tiene sus riesgos. Puede agarrotar, puede impedir creatividad en el juego, afloran nervios, puede atar de ideas a sus mejores exponentes, puede transmitir el ganar como único valor cuando no todo vale por un resultado. No es un mérito ganar a base de esa tensión que puede llegar a desquiciar a sus integrantes. El arte de liderar consiste en equilibrar esa tensión para que le de cabida a la confianza de tus jugadores. Reposar esa tensión también es rentable.

Gestionar equipos de alta competición es material sensible. Son muchísimos los factores que intervienen. Unos tienen que ver con un entorno en muchas ocasiones hostil. Los entrenadores se mueven entre las urgencias de todos, los egoísmos de unos cuantos y la incomprensión de la mayoría. Son un blanco perfecto hacia dónde dirigir nuestras flechas envenenadas. Si además, éstos colaboran con sus tensiones a la hora de dirigir, el cóctel suele ser una ruleta rusa de consecuencias imprevisibles, o mejor dicho, muy previsible, reacciones que no ayudan a equilibrar un comportamiento para competir al más alto nivel.