Se acercaba la Navidad y en Málaga hacía el calor de la primavera que aquí se disfraza de diciembre. De camino al Centro, en el coche, sin los niños, sin móvil, sin Twitter, sin interferencias, suelo dedicar esos 25 minutos a pensar temas para el periódico. Frené en el Stop a la salida de casa y busqué la agenda. Pepelu Pérez Canca: 607.34.6... Puse el manos libres y marqué:

-«Pepelu, soy Fali, de La Opinión»-. Respondiste con la alegría de siempre, nos saludamos, nos preguntamos por las familias y por cómo iban las cosas. Te conté que quería verte, que hacía tiempo que me apetecía tomar un café contigo y entrevistarte a fondo. Hablar del pasado, del presente y, por supuesto, del futuro. Porque tenía que haber un futuro. Quería que contaras cómo te iba la vida, cómo luchabas contra la enfermedad en plena juventud, cómo dabas ejemplo con tu entereza, con tu risa ante la adversidad.

Yo tenía dudas. No sabía si te iba apetecer, desnudarte, mostrarte tal y cómo eras ahora, con una apariencia tan diferente a la que se te veía en la pista, en tu último año en la Asobal, con tu hermano Quino, con tu otro hermano Ortega como entrenador. Me dijiste que sí, que estabas encantado. Incluso me diste las gracias. Quedamos para la semana siguiente porque tenías sesión de quimio. Enseguida recordé las largas horas de espera a las puerta del hospital de día de Carlos Haya, esperando a mi padre. Él no lo había superado, pero tú eras joven, eras un luchador, ibas a poder con el cáncer. Así que quedamos, porque tú bajabas de Fuengirola a Málaga. Habías quedado con tus amigos del balonmano, tenías una comida. Te dije que estupendo, que teníamos una cita. Pero al llegar al periódico caí en la cuenta de que esa semana era imposible. Estábamos ya con los turnos, me quedaba solo con José Criado, y el Unicaja tenía un calendario de locos: Estudiantes, Madrid y Olympiacos. Los tres en una semana. Así que te llamé.

-«Tío, te vuelvo a llamar cuando pase este apretón, tengo muchas ganas de verte y hacerte la entrevista, de verdad»-. Quedamos en eso. Y nos despedimos. Pero no te llamé más, Pepelu. Y lo siento, lo siento de veras. Créeme. Me pesa como una losa, me está apretando el pecho desde el jueves por la tarde, cuando llegando a Álora -otra vez en el coche- para hacer el Unicaja-Khimki me llegó el mensaje de Raúl Romero. «Sala 14. Misa mañana, Pepelu». Tuve que parar. Miré el teléfono, con ira, con rabia, con impotencia. -«Teníamos que haberle llamado»-, le dije. Pero el móvil guardaba un silencio cómplice. No me respondió. Te has ido pronto, siendo un ejemplo. Dejas una hija muy linda que hoy cumple cinco añitos y que al soplar las velas te buscará con la mirada. Y tú deberás mirarla desde arriba, en tu nueva morada allá en el cielo. Dejas una familia que te quiere y cientos de amigos de León, de Granollers, de Antequera, del mundo del balonmano. Y dejas a un periodista que se preguntará siempre por qué demonios no hizo esa llamada y que se lamentará por no hacerte esa entrevista.