"Soy la parte que ustedes no reconocen, pero acostúmbrense a mí. Negro, seguro de mí mismo, engreído". Lo fue todo. Esteta del boxeo, showman y rebelde. Muhammad Ali es el último mito de nuestra historia moderna. En el cuadrilátero era casi imbatible. Su enfermedad la llevó con honor y humildad. Su combate más duro lo libró lejos del ring. Hoy ha perdido con resignación contra la insidiosa enfermedad degenerativa del sistema nervioso. Una liberación del sufrimiento que le ha robado, durante casi un tercio de su vida, todo aquello que le había granjeado la fama mundial: su cuerpo atlético y su lenguaje verbal. Muhammad Ali, tres veces campeón mundial de los pesos pesados, ha fallecido a los 74 años en un hospital en Phoenix, Arizona.

En la memoria quedan ya para siempre aquellos combates del siglo a principios de los años setenta. Aquel que perdió por puntos contra Joe Frazier en el Madison Square, cuando un duro golpe en el último asalto le hizo besar la lona porque durante su larga inactividad había perdido su capacidad para flotar sobre ese espacio reducido de cuatro esquinas.

También en Kinshasa, en el mítico Rumble in the Jungle, cuando Ali se hizo de nuevo con el título de los pesos pesados. Con una novedosa estrategia, reposando su cuerpo sobre las cuerdas, cansó a George Foreman antes de ajusticiarlo durante el octavo asalto cuando nadie creía en él. En el Thrilla in Manila, la batalla más épica y brutal en la historia del boxeo, fue el entrenador de Frazier, Eddie Futch, quien tiró la toalla antes del último asalto. Pensó, al ver esos dos cuerpos héticos y desgarrados, que cualquier golpe podría ser el último para siempre. Ali, que no se podía mantener en pie, dijo después del combate que había experimentado lo que se siente al estar bordeando la muerte. Todavía con su nombre de esclavo, Cassius Clay, con 22 años, fue en febrero de 1964 cuando forzó a Sonny Liston a abandonar el combate que ambos mantuvieron en Miami y que le sirvió para hacerse de forma sensacional e inesperada con el título mudial de los pesos pesados.

En su última vuelta al cuadrilatero, dos años después de retirarse, quien antaño fuera su sparring, Larry Holmes, le pegó tal paliza que hizo que su entrenador, Angelo Dundee, tirara bajo lágrimas la toalla después del décimo asalto. Fue después de esta humillación en el Caesars Palace, santuario del boxeo, cuando las personas cercanas a Ali notaron por primera vez que le temblaban las manos y que empezaba a balbucear. A pesar de todo, un año después, tocó fondo perdiendo contra un desconocido Trevor Berbick en las Bahamas. Fue el esperpento final. Las dos derrotas sumaron la cuarta y la quinta en su average total de 61 enfrentamientos.

La última vez que Ali acaparó todos los focos, fue durante la fiesta de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012. Una experiencia traumática, ver luchar por mantenerse en pie a quien había sido durante tanto tiempo la quintaesencia del deporte. Aquel desfile de banderas, a la postre, se convirtió en uno de los momentos más tristes que quedan en el imaginario colectivo de todos aquellos que contemplaron la escena a través de los televisores. Muhammad Ali ya era de sobra el enfermo más conocido del mundo. "Le siguen encantando los baños de masa", dijo su mujer después. Como en 1996, en Atlanta, cuando fue el elegido para encender la llama olímpica de aquellos juegos en Estados Unidos. Unos 36 años después de haber ganado la medalla de oro en Roma. La misma que acabó tirando al río porque no le quisieron poner una hamburguesa en un restaurente de Lousville por ser negro. Volvió a resonar entonces aquel soniquete tan molesto para sus rivales: "Ali, Ali". Como si hubiera noquedo a Liston, Foreman y Frazier todos a la vez y de un solo golpe. Un giro de cámara mostró a un Bill Clinton roto y bañado en lágrimas.

Muhammad Ali, atlante de más de 1,90 metros, siempre fue ícono mundial a lo largo de toda su vida. Como figura del boxeo, como vociferador narcisista ("Soy el más grande"), como negro rebelde o como objetor concienciado. Su cara lleva siendo durante cuarenta años el rostro más reconocido a nivel mundial. Ahora, después de su muerte, será para siempre una leyenda, un mito, algo más que un campeón mundial de los pesos pesados. Kofi Annan nombró embajador a la ONU a quien puso en danza a todo un país. En 1961, se negó a enrolarse en el ejército americano para combatir en Vietnam. Entonces, se le borró del mapa despojándole de todos sus títulos y de su licencia para boxear. Perdió millones de dólares y se le quiso condenar a cinco años de cárcel. La parte negra de Estados Unidos lo encumbró como héroe de su misión: "¿Por qué se espera de mí, siendo un negro de mierda como me llaman en mi país, que me ponga un traje militar y me vaya a 10.000 kilómetros de mi casa a lanzarle bombas a personas en Vietnam, cuando en mi ciudad, Lousville, a los perros se les trata mejor que a los negros?". Pasaron más de tres años, hasta que un juez anuló su sanción y le devolvió su licencia. Lo que vino después fue el regreso más sonado en la historia del deporte. Sonny Liston se convirtió en testigo de aquella vuelta del exilio. Sobre su enfermedad, en una de sus últimas apariciones televisivas, Ali dijo que nunca se había preguntado que por qué él. "La vida me ha regaldo momentos maravillosos y ahora Dios me está poniendo a prueba". A los que culpaban al boxeo de su enfermedad les contestaba: "No todos los que sufren el Parkinson han boxeado, ¿verdad?".

Ahora se ha apagado el reloj. La noche del combate contra Joe Frazier en Manila sonaron en Europa más despertadores que en la llegada del hombre a la luna. Muhammad Ali ha muerto. Fue el mejor, el más grande, el más guapo. Lo seguirá siendo desde arriba.