Dos recuerdos han atormentado la vida de Milkha Singh, el mejor atleta que ha conocido la India en su historia. Diferentes, pero cargados de dolor, de tristeza. Uno tiene que ver con su vida, otro con el deporte. Siempre le ha costado hablar de ellos y no puede hacerlo sin sentir el mismo sufrimiento, la amargura e incomprensión que le acompañaron en aquellos tiempos.

El primero es la clase de experiencia que condiciona la vida de un ser humano por completo. Milkha había nacido en una familia sij en la provincia del Punjab. Apenas tenía doce años cuando se produjo la partición de este territorio que provocó una de los mayores desplazamientos de la historia. Se calcula que entre doce y catorce millones de hindúes, sijs y musulmanes fueron obligados a emigrar en función de su religión. Los musulmanes de la nueva Unión India hacia Pakistán, y los hindúes y sijs en sentido inverso.

La deportación se realizó en medio de una violencia desmedida. Hubo masacres, suicidios colectivos, linchamientos€ se calcula que cerca de dos millones de personas murieron en ese proceso. Milkha se libró de milagro. Un día, al volver del colegio, se encontró con que sus padres, dos hermanas y uno de sus hermanos habían sido asesinados. Su agonizante padre pudo decirle algo que sería como una señal de lo que vendría el resto de su vida: «Corre, Milkha». Lo hizo durante más de veinte kilómetros hasta que llegó a una estación de donde estaba a punto de partir un tren lleno de refugiados en dirección a Dehli. Se acurrucó en su interior y abandonó la tierra en la que había nacido.

Después de pasar un tiempo en un centro de refugiados, una de sus hermanas mayores, ya casada, se encargó de localizarle y de cuidarle durante años. Pensó que el ejército podía ser una salida para él. Parecía una buena manera de alejarle de las calles llenas de maleantes. De hecho, ya había participado en su adolescencia en algún pequeño robo y Milkha se estaba planteando la posibilidad de dedicarse a la delincuencia de un modo más profesional. Pero su hermana vendió a tiempo alguna pequeña joya para sobornar a los funcionarios necesarios para que su hermano entrase al fin en el ejército.

Ese paso resultó determinante. Allí conoció a Havildar Gurdev Singh, un entrenador de atletismo que no tardó en advertir sus condiciones en las sesiones de trabajo físico que realizaban. Le llamó la atención en una carrera que organizaron entre reclutas y en la que terminó sexto. Era alto, potente, con un gran tren inferior. Su zancada ofrecía muchas posibilidades y comenzó a trabajar con él con la vista puesta en los 400 metros, la agónica vuelta a la pista.

Milkha asomó con apenas veinte años en los Juegos Olímpicos de Melbourne, aunque lo despacharon con rapidez en las eliminatorias de 200 y 400 metros. Aquello le abrió los ojos. La élite mundial estaba a otro nivel y a su lado él era un simple aprendiz. De vuelta a casa cambió el sistema de trabajo. Multiplicó las horas de entrenamiento en busca de una mejoría radical en sus posibilidades. No discutió un minuto de esfuerzo. Quería la gloria olímpica para su país y también en memoria de sus padres.

Empezaron entonces a llegar los triunfos de relevancia. En su país no tenía rival, pero en las competiciones internacionales fue donde dio una idea de sus posibilidades. En los Juegos Asiáticos de 1958 en Tokio ganó los 200 y 400 (al pakistaní Abdul Khaliq, considerado entonces el hombre más veloz de Asia) y en los Juegos del Imperio celebrados en Cardiff se impuso en la final de las 440 yardas, obteniendo el único oro atlético de la India en este certamen durante el siglo XX. Pese a ir por la calle 6, sin referencias, batió con 46.71 a los ingleses John Salisbury y John Wrighton (que unas semanas después dominarían el campeonato de Europa).

Es entonces cuando a su vida llega el otro recuerdo doloroso. Sucedió en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960, aquellos en los que Bikila asombró al mundo ganando el maratón con los pies descalzos bajo el arco de Trajano. Milkha Singh era otro de los grandes atractivos de la competición atlética. Por sus condiciones y porque resultaba llamativo verle en la pista con el Khanga, el peine de madera con el que se recogen el pelo que los sijs nunca se cortan. En las eliminatorias de los 400 metros cumplió de forma sobrada sin malgastar fuerzas. Todo estaba en orden. Solo dos atletas parecían en condiciones de discutirle las medallas: el americano Otis Davis y el alemán Carl Kaufmann. Milkha corrió la final por la calle seis, sin referencias de sus rivales más peligrosos que lo hacían a su izquierda. Eso le dio una falsa sensación de lo que sucedía durante la carrera.

El atleta indio cubrió los primeros 250 metros en cabeza hasta el punto de que en la última curva se vio tan destacado que creyó que había ido más rápido de la cuenta y decidió dosificar un poco más el esfuerzo por miedo a quedarse sin fuerzas en los últimos metros, donde el déficit de oxígeno es absoluto y muchas carreras de 400 metros se frustran. Un error mayúsculo. Antes de entrar en la recta fue superado por Davis, Kaufman y el sudafricano Spence y tras un descomunal esfuerzo en la recta final ya no fue capaz de superar a ninguno de ellos. La foto finish resolvió la pelea por la medalla de bronce.

Había firmado una marca extraordinaria (45.6) que duraría como récord de la India hasta 1998, pero no le servía. Se había quedado sin medalla olímpica, pero lo que más le dolía era esa sensación de que parte de sus fuerzas se habían quedado sin liberar en su cuerpo. Un detalle que aún hacía más doloroso el trance. Tardó días en regresar a la India porque no quería enfrentarse a las miradas de sus vecinos, de sus compañeros de entrenamientos, de su familia. Incluso él, que no bebía alcohol, se emborrachó como parte de la terapia.

La derrota de Roma le apartó del atletismo. Estuvo casi dos años sin competir, incapaz de digerir la decepción. Regresó en los Juegos de Asia de 1962 para ganar el oro en los 400 metros, pero su presencia en las competiciones ya comenzó a ser residual. Después de tomar parte en el relevo indio en los Juegos de Tokio en 1964, dijo adiós y se dedicó a la política y a cuidar de su familia. Su carrera, con el ánimo aún encogido, la explica con una frase: «Mi gran día en el atletismo fue cuando batí el récord olímpico. El problema fue que otros tres lo hicieron el mismo día que yo».