El día que Paul Elvstrom, con poco más de diecinueve años, se marchó a los Juegos Olímpicos de Londres en 1948, alguien bromeó durante la despedida y le dijo: «Con que no llegues el último, no sentiremos felices». Pocos imaginaban que estaba a punto de nacer una de las mayores glorias olímpicas de la historia, el primer deportista de cualquier modalidad que conquistaría cuatro oros de forma consecutiva y que haría méritos sobrados para que en Dinamarca le eligieran por aclamación como el mejor deportista danés del siglo XX.

Elvstrom era talento puro, pero también instinto e ingenio para evolucionar su deporte. Y sobre todo, horas de trabajo. Cuentan que la imagen de una pequeña vela blanca en el estrecho de Oresund (que separa Dinamarca y Suecia) incluso durante los sombríos y fríos inviernos, formaba parte del paisaje de la región en la que creció.

Todo el mundo sabía que allí estaba Paul tratando de exprimir un poco más la velocidad de su embarcación, o probando uno de los nuevos artilugios que había creado para optimizar el bote.

No fue un buen estudiante, pero todo su talento lo volcó en la vela. Dentro y fuera del agua. En un tiempo en que las grandes competiciones olímpicas se llenaban de gente de buena familia, Elvstrom compensó su falta de recursos con ingenio y esfuerzo.

Fue de los primeros en comprender que el entrenamiento físico le ayudaría a pensar con más claridad sobre el barco. Uno de tantos campos en los que fue un verdadero pionero y que resultaría decisivo en su primera victoria olímpica en Torbay, la localidad junto al Canal de la Mancha en la que se disputaron las pruebas de vela de los Juegos Olímpicos de Londres en 1948.

Allí, tras un comienzo algo desalentador por culpa de una descalificación, llegó a la última jornada con la obligación de ganar las dos regatas que faltaban para completar la competición.

Fue el día de viento más duro de la semana, algo que en principio debería favorecer a algunos de sus rivales, mucho más pesados que él. Pero nadie regateó como Elvstrom. El viento complicó la vida de casi todos los participantes de la clase «Firefly» en una angustiosa jornada. Muchos zozobraron. Pero el danés gobernó su pequeño bote con una maestría impropia de su edad para ganar el primer oro de su vida y convertirse de la noche a la mañana en un héroe nacional para un país donde nadie esperaba semejante resultado.

Aquella victoria sirvió para avivar su pasión por ganar, pero también despertó en él un considerable miedo al fracaso. Comenzó a sentir una considerable presión de la que no pudo separarse el resto de su vida deportiva. Pero nunca llegó a bloquearle. Potenció todo lo bueno que tenía, mejoró lo sistemas de entrenamiento en tierra (creó máquinas especiales que le ayudaban a simular situaciones sobre el barco) y no paró de innovar.

Creó calzado antideslizante para moverse por las cubiertas húmedas con más seguridad, mejoró los chalecos salvavidas que hasta los años cincuenta eran demasiado voluminosos y diseñó velas que hacía en su propia casa, el origen de la empresa que le daría mucho rendimiento una vez retirado de la alta competición.

Empezó con esa aventura en 1954 con una sola máquina de coser en el sótano de su casa. Todos esos avances Elvstrom trataba de ocultarlos al resto de participantes hasta la competición, momento en el que surgían los imitadores. Y así se convirtió en poco menos que un gurú para buena parte de los regatistas que había en el mundo.

En el agua siguió siendo intratable. Se pasó a la clase Fynn y en ella ganó el oro en los Juegos de Helsinki (1952), Melbourne (1956) y Roma (1960). Justo antes de la cita en Italia, su mundo estuvo a punto de resquebrajarse por completo. Regresaba por carretera de una competición disputada en Bélgica con su mujer Anne que conducía mientras él dormía en el asiento del copiloto, agotado por la competición que acababa de disputar. De repente ella perdió el control del coche y sufrieron un grave accidente.

Elvstrom tenía el cuerpo magullado, pero sin lesiones de consideración. Anne estuvo grave durante unas semanas, pero consiguió salir adelante aunque sufrió algunos daños neuronales que le hicieron perder el sentido

del gusto y el olfato. Aquello le hizo replantearse muchas cosas y durante un tiempo llegó a aborrecer la vela y los esfuerzos que le suponía.

Se recompuso a tiempo de ganar esa cuarta medalla de oro consecutiva, pero la tensión vivida le empujó a apartarse de las grandes competiciones. Solo tenía 32 años y un saco de medallas olímpicas y mundiales colgadas de las paredes de su casa.

Se enfrascó en sus negocios (la corona roja que llevaban las velas de su empresa se empezaron a convertir en habituales en los campos de regatas), ayudó a la preparación de otros deportistas y durante un tiempo disfrutó de una prematura jubilación. Pero al final le pudo el ansia por regresar al agua.

Lo hizo probando diferentes clases. Fue quinto en los Juegos de México en 1968 y sufrió una dolorosa experiencia en 1972 en la clase soling, ideal para él por su edad (44 años), pero donde se enfrascó en una dura pelea con un regatista francés que le hizo perder la cabeza por completo y acabó con la descalificación de su bote.

En los Juegos de Los Ángeles en 1984 volvió a otra cita olímpica. Lo hizo junto a su hija Trine (la pequeña de las cuatro que tuvo con Anne) convirtiéndose en la primera pareja padre-hija que competía en unos Juegos. Acababa de estrenarse la clase Tornado, un barco muy rápido que obligaba a ir casi todo el rato colgado fuera del bote y que le sedujo de inmediato.

Juntos ganaron el Europeo y metieron la cabeza en los Juegos donde rindieron a un gran nivel. Se quedaron a un paso del podio, Un cuarto puesto amargo, pero del que Elvstrom disfrutó casi todo como con cualquier oro. La pareja aún compitió en Seúl, pero ya lejos de la pelea principal.

Elvstrom disfrutó del resto de su tiempo lejos de la alta competición, pero siempre cerca de mar. Ya fuese como regatista o como empresario. Hasta que el Parkinson hace unos años le obligó a apartarse de casi todo. En su casa de Hellerup, la que había pertenecido a sus padres y él había comprado, descansó hasta que el pasado 7 de diciembre ya no se despertaría de su último sueño. Dinamarca llora a quien décadas atrás alguien bautizó como el «Mozart de la vela».