Luther fue el quinto hijo de una pareja de granjeros de Kansas. Sordo de nacimiento, con apenas diez años sus padres le enviaron a una escuela especial para niños con su misma discapacidad que había en su estado. Aunque no estaba demasiado lejos de su casa, desde muy pequeño tuvo que adaptarse a vivir solo. Esa circunstancia forjó su carácter y su afición a los deportes.

Ahí encontró un buen refugio al que acudir para combatir la soledad o el aburrimiento. Sus favoritos eran el boxeo y el béisbol, que aquel tiempo eran con diferencia los más populares en todo el país. Su primer deseo juvenil fue convertirse en un boxeador famoso, algo que provocó un evidente espanto en sus padres, que se negaron en rotundo a que se ganase la vida recibiendo golpes mientras una multitud le gritaba.

Esa negativa familiar le arrimó definitivamente al béisbol. Comenzó jugando en el equipo de la escuela, pasó a equipos menores de la zona y poco a poco los entrenadores empezaron a advertir sus condiciones para desenvolverse como lanzador. Tenía intuición y buen brazo. La historia siempre se repetía: su incapacidad para oír y hablar levantaba de entrada ciertas dudas que siempre acababan por despejarse en cuanto se ponía a jugar. Cosas de los prejuicios.

Su progresión fue tal que en agosto de 1900 (ya tenía 25 años) los Giants de Nueva York le hicieron una oferta para unirse a ellos aunque las dos primeras temporadas resultaron bastante decepcionantes. El equipo no rendía a buen nivel y tampoco Taylor, que empezó a ser conocido por el apodo («Dummy», que significaba mudito), fue capaz de dar lo mejor de sí mismo.

Pasó por Cleveland una temporada antes de que el conjunto neoyorquino regresase en su busca. La negociación es una de las más curiosas de la historia. Se produjo en mitad de un partido. Frank Bowerman, uno de los responsables de los Giants, y Taylor estaban en plena conversación cuando a éste le llegó el momento de lanzar. Desde las primeras filas de la grada el enviado de Nueva York le hacía gestos subiendo la oferta económica. Taylor, en el medio del diamante, negaba con la cabeza. Así estuvieron durante un rato hasta que finalmente el pitcher aceptó la propuesta para regresar a los Giants desde el propio montículo de lanzamiento. «Soy el sordo mejor pagado del mundo», dijo el día en que firmó su nuevo contrato con los Giants.

Nueva York, otra vez

Su segunda etapa en Nueva York fue mucho más exitosa. No tuvo nada que ver con la anterior. Mejoró el equipo, mejoró su eficacia y también el día a día en el vestuario, algo realmente imprescindible para un jugador de sus características. Los técnicos y buena parte de los jugadores de los Giants se implicaron para conocer el lenguaje de los signos. Incluso les ayudaba durante los partidos. Hay quien ve precisamente en ese tiempo el origen de la sobrecarga gestual que existe en el mundo del béisbol, pero no está nada claro que hubiese sido por culpa de «Dummy» Taylor.

La cuestión es que la integración del jugador de Kansas con sus compañeros fue absoluta y la complicidad, máxima. Taylor se convirtió en un ejemplo para la comunidad sorda, a la que dio una enorme visibilidad en todo el país. Hubiese sido imposible sin su carácter abierto y optimista que incluso le convirtió en uno de los graciosetes del vestuario.

De él se cuentan múltiples anécdotas. Un día, ante la negativa de un árbitro a suspender un partido por la falta de luz, se fue al vestuario y regresó con un casco con linterna incorporada que por lo visto le había prestado un bombero. Y en otro partido apareció en el campo con un chubasquero y unas botas de agua porque pese al aguacero que estaba cayendo el árbitro no tenía intención de aplazar el juego.

También se llevó alguna sorpresa como aquel árbitro que le expulsó tras dedicarle una serie de gestos. Ante su expresión de sorpresa, éste se acercó a él y le dijo con el lenguaje de los signos: «Chico listo, he pasado toda el tiempo libre de la semana aprendiendo palabras de tu lenguaje. Vete a la ducha que hoy ya no me vas a llamar cegato otra vez».

Después de ocho años en los Giants, en los que consiguió varios títulos de la Liga Nacional, Taylor pasó un breve espacio de tiempo en equipos menores antes de regresar a la escuela de Olathe (Kansas) en la que había estudiado cuando era niño. Allí trabajó como profesor y como entrenador de béisbol ayudando a otros críos que tenían su misma discapacidad.

Otros centros le reclamaron en los años posteriores ya que se había convertido en un referente para quienes tampoco podían hablar ni oír. Mientras se sintió con fuerzas, se entregó por completo a esa tarea sin olvidarse de colaborar con los Giants en la búsqueda de nuevos talentos por el país. En los años cincuenta, con más de setenta años de edad, se retiró de la vida pública. Se refugió en su casa de Kansas y allí pasó sus últimos días de vida.