Era el mes de mayo, pero no puedo dar más detalles. Ya teníamos teléfonos móviles, pero no existía WhatsAap. Aquí me detengo. Evidentemente todos éramos más jóvenes, pero el fútbol desde ese día ya no fue lo mismo para mí. Desde un sábado por la tarde todo cambió. Ya no era cuestión de que la pelota entrara o saliera, era otra historia completamente distinta. Era un club del que, vaya casualidad, formaba parte de la directiva Quique Pina, el intermediario murciano que ahora está en libertad con medidas cautelares porque el juez José De la Mata está investigando si un hombre casi idolatrado por algunos ha estafado, presuntamente, nada menos que 200 millones de euros en los últimos cinco años en traspasos de jugadores.

- «¿Estás ya en el campo?», me preguntaron.

- «Claro, hace quince minutos, me estoy fumando un cigarro», respondí yo sin imaginarme lo que venía despúes de lo que parecía una simple llamada de cortesía.

- «En el minuto cuatro, un defensa del que no me han dicho el nombre va a cometer un penalti a propósito. Está todo más que hablado. Tú ya lo sabes», añadió.

Recuerdo que compré un botellín de agua y que entré al lavabo, pero seguía pensando que lo que mi cerebro estaba procesando era una de esas historias que se cuentan en el mundo del fútbol y que quedan un poco como esas posibles verdades de las que después es fácil defenderse utilizando eso de «a última hora se rompió la negociación», el latiguillo que suelen utilizar aquellos que quieren ir siempre por delante de la noticia.

El colegiado se lleva el silbato a la boca y yo comienzo a presenciar un encuentro de fútbol que se desarrollaba de manera tan normal que, por unos instantes, llegó a írseme de la mente lo que me acababa de desvelar mi ángel de la guarda hacía apenas veinte minutos. Recuerdo que saludé a otro periodista que llegó un poco tarde al campo y, de repente, como cuando alguien te llama para darte una mala noticia y no sabes cómo reaccionar, me di cuenta de que era el minuto cuatro de partido. Y no solo eso, el extremo derecho de los locales llegaba a línea de fondo desde una distancia tan lejana que llegué a pensar, qué tonto, que de pasar algo ya sería, como mínimo, en el minuto cinco.

Se lo repito, qué tonto me sentí, un centro de esos que lleva tanta altura que hasta un portero de mi estatura, que apenas rozo el 1,70, habría cogido con la misma suavidad que se mete a un bebé en la cuna cuando se queda dormido en los brazos, se convirtió en la realidad más dura de encajar. Y es que el portero no tuvo ni la oportunidad de demostrar si tenía una buena tarde o una mala, ya que uno de sus defensas, en una acción y en una imagen que este periodista tonto no era capaz de imaginar, elevó su brazo derecho hacia el esférico con más ímpetu que algunos jugadores de baloncesto para llegar al aro de la canasta, y cometió un penalti que, por mucho que lo celebrara la grada, a mí me revolvió los intestinos y me llevó a una realidad que, no sé muy bien por qué, no quería creérmela.

Tal vez porque alguien como yo que nació el día que España albergó la final del Mundial en el que Italia arrolló a la todopoderosa Alemania Federal con Calvo Sotelo como presidente en el palco del Bernabéu, uno de los muchos que sin haber visto en directo ni a Pelé ni Maradona nos hicimos adictos a los goles y a los programas deportivos especializados, uno de los que por la noche, algunas veces, soñaba con cuántos goles iba a ser capaz de marcar en el recreo al día siguiente, el tonto sí, cayó de repente en un baño de realidad que lo cambió todo.

Antes de lanzarse el penalti ocurrió algo que, se lo prometo, después no he visto ni en Segunda B ni en Segunda ni en Primera División. El número nueve coloca el balón sobre el círculo de cal y, en este mismo instante, levantando los brazos y de manera desencajada, algo que llamó la atención de todo el mundo por poca repercusión que tuviera, el entrenador visitante ordena de repente que el jugador que ya estaba cogiendo carrera para chutar a puerta, fuera de inmediato al banquillo y lo más sorpredente, que se marchó más con cara de «me han pillado» que con la que hubiera sido la más normal, un «¿qué está pasando aquí?».

Entonces recibo una segunda llamada que, ahora puedo reconocerlo, me daba miedo de responder. Más todavía que la anterior.

- «Han cambiado al delantero porque al entrenador le acaban de decir que iba a fallarlo a propósito y no se lo ha pensado. Ha tenido narices el tío», y me colgaron sin más.

Era imposible que yo escribiera al día siguiente que había sido testigo, al menos con los datos que yo tenía, de un partido adulterado en el que ya no voy a meterme si el premio a los traidores era en forma de contrato o en forma de bolsa de plástico con un buen puñado de billetes. A mí Quique Pina, de quien solo siento lo duro de que sus hijos tengan que pasar por algo así viendo a su padre en la cárcel, me robó toda la ilusión que yo tenía en el fútbol puro, el de toda la vida, el de marcar más goles que el rival y que gane el mejor. A mí Quique Pina me hizo hasta guardar los álbumes de cromos que tenía en un lugar preferencial de mi habitación. A mí Quique Pina me obligó a pensar más en los sobres, primas y en las comisiones que en los noventa minutos a los que debe ceñirse cualquier partido de fútbol.

De hecho nunca me he fiado de Quique Pina y lo mío me ha costado, créame. A mí Pina siempre me dio la sensación de ser un hombre que ha sabido moverse en el alambre en todos los sentidos, pero al final ha querido pasar por un cable tan fino y creerse más listo que el resto, hasta que lo han pillado. Estas cosas suelen pasar a menudo cuando uno se encuentra en una especie de posición por encima del bien y del mal.

Quique Pina ha acumulado en su trayectoria más denuncias de jugadores que cualquier otro dirigente del fútbol nacional, pero la imagen de Pina en su tierra, salvo cuando traicionó a la afición del Ciudad vendiendo el club y trasladando la plaza en Segunda División a Granada en una maniobra que puso en alerta al mismísimo Consejo Superior de Deportes, siempre ha estado directa o indirectamente relacionada con su verdadero sueño y anhelo, haberse convertido en el hipotético salvador del Real Murcia en el momento que se produjera un cambio en la propiedad, pero Pina sabía que en Murcia se agotó el negocio y por eso le acusan presuntamente de blanqueo de capitales, o de que desde la nómina del Granada se abonaran los sueldos y los gastos derivados del yate privado del murciano.

Quique Pina nunca se ha jugado su patrimonio. Esa es la realidad de haber hecho mucho dinero, además del presunto fraude y todo lo que le imputan, que no es poco desde luego. La venta del Ciudad fue uno de sus mayores negocios con un traspaso que superó los tres millones de euros aunque se acordó en algo más de cuatro y medio, pero siempre ha ido ideando proyectos deportivos con el dinero de otros, aplazando deudas, manejando los tiempos a su antojo y con buenas palabras ha llegado más lejos de lo que agunos apostábamos, aunque su final lo ha terminado delatando. Una persona que enamora en las distancias cortas si no se anda uno atento, pero que ha dejado al fútbol murciano en mal lugar después de ver cómo hasta su señoría decidió dejarlo entre rejas por miedo a que destruya pruebas claves -ahora en libertad-. Y es que Pina no es una persona para fiarse.

Y como esto se queda entre usted y yo, le digo que sí, que a Quique Pina le han pillado con las manos en la masa y que ahora, en el mismo lote, también va a pagar por todos los jugadores de los que se ha reído en tantos años, los aficionados que ha traicionado, por todos los periodistas a los que ha tratado de entorpercer su trabajo por el hecho de no estar conforme con sus crónicas y, por supuesto, por todo lo que dice el juez en su escrito. A Quique Pina, de ídolo, no le queda nada. Otra cosa es que el intermediario murciano tenga tantos amigos que usted apenas haya visto, leído o escuchado ningún seguimiento crítico más allá de que «Pina está en la cárcel por un presunto delito». Pero claro que habrá más. Mucho más. Tiene mi palabra.