La fecha del domingo 3 de diciembre de 1989 la tenemos mucha gente del baloncesto grabada en el subconsciente. Era un día frío, tal vez llovía, y aquel día traía la casualidad de hacer coincidir partido en La Rosaleda y Ciudad Jardín. El primero era del CD Málaga de Antonio Benítez contra el CD Castellón, y más tarde jugaba el Caja de Ronda de Ramiro, Palacios, Arlauckas, Vecina y Brown contra el Estudiantes de Antúnez, Herreros, Winslow, Pinone y Orenga.

Asistí a ambos partidos. Es de esos días que estás en cuerpo, pero no en espíritu. Recuerdo llegar a la grada de Fondo en Martiricos y oír por la radio el accidente de tráfico de un jugador del Real Madrid de baloncesto. Con el paso del rato se confirmó que Fernando Martín había muerto al provocar él mismo un accidente de tráfico que dejó graves secuelas en Ricardo Delgado, el personaje anónimo injustamente olvidado y que vio cómo el Lancia del primer español en jugar en la NBA saltaba la mediana de la autovía y se empotraba contra él al perder el control del coche por exceso de velocidad.

Aquella imprudencia del ídolo que se convirtió en mito, golpeó en mucha gente de mi generación. Nos sentíamos partícipes de los éxitos del aquel grupo de jugadores que hicieron grande paso a paso a nuestro deporte. Esa generación que sacaba de la vulgaridad al baloncesto en España llevándolo a todo lo alto tenía grandes jugadores y auténticas estrellas, pero como dijo Ferrándiz (otro ego superlativo) en el entierro de Fernando: el auténtico líder era el que se había ido.

El adiós a Fernando fue grande, como era él, fue intenso y fue sobrecogedor. El dolor inicial dio lugar a una expresión de duelo que dejó sin habla a todos. Ver a Audie Norris, enemigo público número uno del pívot madridista, llorando como un niño porque «se había ido su amigo» fue impresionante. El adiós en la cancha fue frente al PAOK de Salónica en competición europea y como le gustaba decir a él mismo: «Ganando de 20». Su hermano Antonio fue el mejor de aquel partido en el que nadie hubiera ganado a los blancos.

No sé si Fernando Martín fue consciente de lo que supuso para nuestro deporte, llegando al baloncesto tarde, por practicar otros como la natación, el tenis de mesa y el balonmano. Con 18 años personalizó junto a Vicente Gil, Juan Carlos López Rodríguez, Alfonso del Corral y Slab Jones el cinco de Estudiantes que hizo sombra al Barcelona que ganó la Liga 80-81. Al año siguiente, tras tener contactos más que reales con el Joventut, recaló en el Real Madrid. De entrada, ganó el Mundial de Clubes en Brasil, irrumpió en nuestro baloncesto como una fuerza de la naturaleza. Vestido de blanco desarrolló todo lo que no podía intuirse.

De la mano de la revista «Nuevo Básket» entró en las vidas de muchos que en la cancha queríamos jugar como él. Esa revista era la única que se podía leer cuando no había Internet y la información de baloncesto se reducía a un mínimo faldón en los diarios deportivos (vamos, como ahora, ni caso). En ella Fernando era portada, era imágenes y era ejemplo de superación, ambición y carácter ganador.

Supimos de él demasiado más de lo que él quería. Tal vez a los que veíamos al deportista nos bastaba con tenerlo en la cancha, acaudillar la plata de la Olimpiada de Los Ángeles, alucinar con su marcha a la NBA en una época en la que gente como Bobby Knight conceptuaba a los extranjeros más o menos como jugadores de segunda, pero como somos un país de envidiosos y chismosos debíamos tener mucho más de lo que necesitábamos. Incluso ahora, 22 años después de su muerte, aguantamos a Ana García Obregón (Petarda de Leyenda, porque el título de Petarda Nacional es de Belén Esteban) lloriquear en televisión, recordándolo como si fuera de ella el que era patrimonio de todos los que tenemos en la memoria aquella tarde de diciembre. Una tarde donde nuestro Málaga empató a uno y nuestro Caja de Ronda perdió. Los que me conocen saben que uso el baloncesto como analgésico contra todos mis males. Aquella tarde no pudo curar nada, porque el vacío es algo que no puede curarse