Me tocó hacer guardia aquella tarde de lunes de mediados de enero en la que el consejo de administración del club despidió, por primera vez, a un entrenador: Aíto García Reneses. Apostado en la puerta del parking del Carpena, el técnico más laureado del baloncesto español bajaba las escaleras del Palacio hacia su coche con sus pertenencias guardadas en una bolsa de basura. La imagen jamás se me borrará de la retina. Aíto, con su currículum, con su historia, con su bagaje. Y todo le cabía en una bolsa de basura de cinco céntimos.

Aíto nunca fue querido en Málaga, no vamos a negar la mayor. Aquella final del 95 todavía coleaba cuando el club decidió que fuera el nuevo cabeza de familia. Pelillos a la mar y buen recibimiento. Mientras le duró la herencia de Scariolo, el equipo se mantuvo a gran nivel. Cuando Berdi Pérez y él le metieron mano a la plantilla, aquello decayó hasta un punto del que aún no nos hemos recuperado. Los resultados no acompañaron y la propia plantilla admitía que se entrenaba poco y mal. Demasiados parones. Poca intensidad. Poco ritmo. Poca chicha.

Su propuesta por darle libertad absoluta a unos jugadores con escaso talento salió como salió. Seguro que lo recuerdan. La afición venía de saborear caviar, y quedarte fuera dos veces de la Copa, más aquel ridículo contra el Prokom, manejando por aquel entonces el club un presupuesto tan generoso, fueron puñales que se clavaron en lo más adentro. Para colmo, comenzó a calar entre la afición de que la situación se le había ido de las manos. Retrepado en su asiento del banquillo, sorbito va y sorbito viene al botellín de agua, el botijo reventó en aquel tiempo muerto a tres segundos ante el Gran Canaria. Fue un desagradable gesto por su parte, un desdén inmerecido, una declaración de odio eterno al Martín Carpena. Ahora sabemos que, tras ganar tres millones en tres años y un finiquito de medio «kilo», lleva al club a juico por 2.500 euros. Él solo se retrata.