La afición del Real Madrid ha disfrutado de las estrellas más rutilantes del baloncesto mundial desde los tiempos de la tele en blanco y negro. Los mejores nacionales (Emiliano, Corbalán, Fernando Martín, Herreros o Felipe Reyes), los nacionalizados que marcaron época (como Luyk o Brabender) y las grandes figuras europeas (Delibasic, Dalipagic, Petrovic, Sabonis o Djordjevic) han permitido llenar las vitrinas del todopoderoso y laureado equipo blanco. La dimensión que puede alcanzar un error en la planificación del proyecto del conjunto merengue es algo inimaginable. La obligación de ganar títulos, junto a la presión diaria y continua de los medios de comunicación o la ambición de los rivales por alcanzarle, puede provocar que un mal fichaje llegue a arruinar una temporada completa.

El terremoto generado por la marcha de Fernando Martín a Portland en el verano de 1986 se intentó compensar con la llegada de un flamante campeón de la NBA. Larry Spriggs aterrizó en Barajas con el glamour propio del ganador de un anillo junto a Magic, Worthy o Jabbar en los inigualables Lakers. La afición blanca ansiaba disfrutar con el «showtime» en el pabellón de la Ciudad Deportiva pero Spriggs demostró que no era la estrella rutilante que se fichó. El Madrid pasó una temporada muy complicada, cerrada sin ningún título nacional, y apostó por no renovar al alero zurdo, marchándose con más pena que gloria por su falta de adaptación, sus bajos porcentajes de tiro exterior y envuelto en la polémica que generó un reportaje de la revista «Interviú» que asociaba deporte y consumo de drogas.

Unos años después, el Madrid padecía el dominio implacable que ejercía el Barça en el básket nacional. Detener el poderío ejercido por Audie Norris bajo los aros se había convertido en la principal obsesión para la dirección deportiva blanca. El fichaje de Stanley Roberts, un tío de 2,15 y más de 130 kilos y compañero de Shaquille O’Neal en la universidad, se hizo con el objetivo de derribar a las torres del equipo culé. Stanley Roberts dejó muestras de su poderío con cuentagotas a base de mates contundentes y tapones estratosféricos. La temporada 90/91 se cerró con la conquista de la Copa Korac y Roberts terminó su efímero periplo dejando más huella por su glotonería (épicas eran sus visitas a las hamburgueserías) que por dominar la lucha bajo los aros.

A comienzos del siglo XXI, el Madrid atravesaba su mayor sequía de títulos y se lanzaba al mercado veraniego para cazar a los jugadores más talentosos del continente. Eso hizo cuando fichó a Kaspars Kambala y Lazaros Papadopoulos, dos interiores de categoría, con una imagen muy diferente (rapado el letón y melenudo el heleno) y que compartieron una trayectoria decepcionante en las filas blancas. El musculado Kambala era un jugador difícil de encasillar. Duro, eficaz y mucha calidad pero con escasa mentalidad para mantenerse en lo más alto. De su paso por ACB en la temporada 2003/04, lo más recordado es la agresión a un joven Felipe Reyes que provocó que Alfonso, compañero suyo en el Madrid, saltara a la pista dispuesto a vengar la afrenta sufrida por su hermano menor. La trayectoria posterior del letón cayó en desgracia a causa de problemas con las drogas, la muerte de su hija pequeña y algunos coqueteos con el boxeo. Ídolo en su Letonia natal, sus últimos partidos con la selección antes de su retirada acabaron como el rosario de la aurora, expulsado y sancionado por propinar un nuevo codazo brutal a un rival. El fichaje de Papadopoulos en el verano de 2007 generó una expectación increíble entre la hinchada madridista. Lazaros llegaba como el pívot más desequilibrante en Europa y su caché (más de 2 millones de euros) así lo suponía. Pese a su brillante palmarés previo, el griego no aportó ni una mínima parte de lo esperado en las filas blancas. La «Operación Papadopoulos» fue una auténtica ruina para el Madrid, tanto a nivel deportivo (no consiguió título alguno) como económico (dejó el club tras un mediocre primer año y se marchó cedido a la Lega italiana cobrando su suculento sueldo de las arcas de la Casa Blanca). Quizás Lazaros Papadopoulos fue el mejor ejemplo de que «no es oro todo lo que reluce».

@OrientaGaona