El médico, desde los inicios de esta profesión, realiza dos funciones adivinatorias, por eso hasta por lo menos el siglo V (a. C.) la medicina estaba en manos de chamanes. Una es decir qué mal aflige al paciente que lo separa del curso normal de la vida, de la armonía de la naturaleza. El otro es qué ocurrirá, hacía dónde dirige ahora su vida. Naturalmente, la aspiración última es ayudarle a regresar pronto al seno de esa normalidad perdida.

Hay dos formas de hacer el pronóstico: tratar de describir el proceso fisiopatológico y aventurar cómo se va a desarrollar o acudir a las estadísticas.

El cáncer es la enfermedad en la que con más frecuencia se aventuran las probabilidades de supervivencia. Las conocemos porque desde hace muchos años se recogen en varios lugares del mundo todos los casos de cáncer en un registro centralizado. Basta cruzar esos datos con los de mortalidad para saber cuánto tiempo vive cada persona con cáncer. Si además en el registro se tiene información sobre el estadio en que estaba cuando fue diagnosticado, uno puede calcular cuánto vivirá una persona en función de la edad y el grado de extensión del tumor y algunos otros factores.

Además, cada día hay más estudios que tratan de probar la eficacia de este o aquel medicamento: examinan cuánto más sobreviven los pacientes tratados. Eso da una idea del tiempo de vida que le queda al paciente si se parece a los que tomaron el medicamento. Con todo ello uno puede pronosticar con bastante precisión, pero siempre dentro del terreno probabilístico. Más de la mitad en su condición mueren antes de los tres meses. Pero al menos el 40 por ciento vive más tiempo, y algunos mucho más. El cáncer de próstata es un tumor que me recuerda a los reptiles aletargados al sol. La mayoría apenas se mueven, pero algunos explotan de una manera formidable.

Lucha con abiraterona

Me alertaba un compañero: le dieron abiraterona a un paciente en paliativos prometiéndole que iba a vivir muchos años. La verdad es que en la media alarga la vida dos meses, por eso hay dudas sobre su utilidad, dado el enorme coste: unos 30.000 euros por tratamiento. Pero ésa es la media, todos los oncólogos tienen experiencia de largas supervivencias.

Eso es lo que espera el paciente. Y naturalmente, su médico defiende por encima de todo el bien de su paciente y mira hacia la parte positiva de las estadísticas. Y la sociedad en general desea que ese tratamiento esté disponible, tanto porque se compadece del que sufre y de su familia como porque se ve en él reflejado en el hipotético caso de sufrir la enfermedad.

Ésa es la difícil papeleta la del sistema público: conciliar todos esos intereses y no llevarlo a la ruina.