Penny presumía en los primeros años de la década de los setenta en Londres de la dieta mediterránea. Penny se llamaba realmente Enrique. Madrileño, el sobrenombre le venía de su insistencia en recordarnos que estaba tieso. Lo primero que decía después de los buenos días era: «No tengo un penique». Aunque las primeras referencias se remonten científicamente a no sé dónde y no sé cuándo, fue a aquel superviviente del Swinging London al que escuché por primera vez ironizar sobre el enunciado mágico de la idealización dietética mientras comía con los dedos pescado frito con patatas grasientas envueltos en papel impreso del Evening Standard. «Dieta mediterránea», decía mirando con los ojos desorbitados la tarta de manzana prefabricada que su pareja, una holandesa gigantesca y tetona, estaba a punto de introducir en el horno. La tarta, antes de comerla, recibía una especie de enjabonado de nata que la hacía especialmente apetitosa, creo recordar, aunque he intentado olvidarlo.

A Penny le he perdido la pista, pero cada vez que oigo hablar de la dieta mediterránea me vienen a la cabeza los días en Londres, la vida en el flat de Westbourne Terrace y la patrona gallega que de tarde en tarde nos obsequiaba con lacón y grelos, «todo de casa». Entonces volvía a salir a colación la dichosa dieta mediterránea que lo abarcaba todo, puesto que todo formaba parte del régimen desordenado de comidas y bebidas que nos habíamos regalado. Penny, con mayor reiteración que el resto; invitarlo a comer no era la mejor de las ideas que se le podían ocurrir a uno.

No volví a oír hablar de la dieta mediterránea ni de sus propiedades saludables hasta mucho tiempo después, cuando la expresión empezó a pesar sobre nuestras conciencias como un concepto idealizante de la comida. Naturalmente, hay que pensar en que los abuelos de muchos españoles, los mediterráneos fundamentalmente, seguían el hábito de alimentarse racionalmente, al menos en comparación con otros abuelos de otros lugares del planeta. Sin embargo, en los años sesenta y setenta la dieta frecuente de la mayoría de la población del país eran legumbres e hidratos de carbono. En el Norte, es cierto, se compensaba con el consumo de pescados azules.

Como se sabe, las virtudes principales de la alimentación mediterránea están en las verduras, las frutas, el consumo del aceite de oliva como única grasa, y moderadamente del vino. Con el pescado como proteína esencial, el riesgo de sufrir enfermedades coronarias se reduce hasta el punto de que cualquiera en su sano juicio no dudaría por un momento en seguir esa pauta alimentaria. En 2010, la dieta mediterránea fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Seguiría guiando nuestras vidas si su precepto moral no se viera torpedeado en la actualidad por la comida rápida y la cocina preelaborada producto de un cambio en los hábitos sociales que últimamente parece acelerarse. La novia holandesa de mi compañero de flat de Londres habría aprovechado la ocasión para ir en busca de unas cuantas tartas de manzana industriales.

La alimentación, como es lógico, no es ajena al pálpito social. Ni a las modas. Filippo Tommaso Marinetti, fundador de un movimiento que él mismo bautizó como «la religión de la velocidad», era un visionario que decidió declararle la guerra a la pasta en Italia. Como es natural, no tenía en cuenta la dieta mediterránea ni el país donde había nacido. «¡Abollamo la pastaciutta!», tronaron pintores y poetas el 15 de noviembre de 1930, durante la proclamación en Turín del manifiesto futurista. Hablaba de preparar ágiles cuerpos italianos para los ligerísimos trenes de aluminio que sustituirían los pesados de hierro y madera de entonces.

Se equivocan quienes creen que la pasta engorda. Al contrario, si no se abusa de ella la pasta de grano duro contribuye a mantener la línea. Pero Marinetti pensaba de otra manera. La buena alimentación consistía, según los futuristas, en inventar nuevas recetas y acabar con las viejas costumbres y el placer en la mesa. Había que preparar a los hombres para los futuros alimentos químicos y, tal vez, la posibilidad no demasiado remota de realizar por radio una difusión de ondas nutritivas. Presentían una vida cada vez más aérea y veloz -en eso no estaban equivocados- y, debido a que todo en la civilización moderna parecía tender hacia la eliminación de peso, sostenían que la cocina del futuro debía adaptarse también a esa evolución. Próximos a Mussolini y convencidos de que para la guerra que se avecinaba se necesitaban hombres ligeros, difundieron la que creían una alimentación adecuada para tiempos dinámicos y veloces. Una de las recetas futuristas eran los huevos divorciados, que consistía en partir a la mitad varios huevos duros con cuidado de no romper las yemas y colocarlas sobre puré de patatas y de zanahorias. Un suplicio para cualquier paladar refinado.

Por diferentes motivos, la dieta mediterránea que actualmente se encuentra acorralada ya lo estuvo otras veces. Incluso en los países de su cuenca.