El garbanzo tiene mala fama en la Europa pudiente del norte. Entre los que saben qué es, como es lógico, porque para la mayoría resulta irreconocible. Todo lo más pueden haberlo comido triturado en el humus, el paté árabe más famoso, o en el falafel que venden los puestos turcos de comida de los inmigrantes. El garbanzo es apreciado en España, donde forma parte de la enclenque tradición culinaria del Siglo de Oro, y en Italia donde se come acompañando a la pasta. En el resto del continente me atrevería decir que supone una rareza. Dumas padre lo definió como si se tratara simplemente de un disparate aerofágico: «Más denso que la alubia, produce en el estómago un ruido semejante. Los defensores del garbanzo dicen que es una indiscreción del vino y no de la legumbre. Y si alguien le reprocha al español su costumbre responde que por un puñado de aire no se debe consentir un dolor de tripas».

Pero los garbanzos, excluida la flatulencia, son un alimento sano, rico en albúminas y fécula, bien dotado de fósforo, hierro, potasio y sodio, que ha combatido muchas hambres. Naturalmente el garbanzo no es fino por mucho que Fuentesaúco lo haya convertido en un señor, ni se trata de la legumbre más delicada que existe. Pero ha permitido que nuestra antigua memoria gastronómica gire alrededor del cocido y de la olla. Y que Oviedo, la hermosa ciudad de Oviedo, mantenga en pie la leyenda que sostiene su mayor comilona, la que se celebra cada 19 de octubre. Ese día en la capital del Principado, en otras ciudades de Asturias desde hace años, y en algunos restaurantes de Madrid se sirven garbanzos con bacalao y espinacas, callos y arroz con leche, un menú copioso. El otro día tuve la oportunidad de comer en perfecta armonía los garbanzos, de los callos me abstuve por razones dietéticas. La primera guerra carlista, la imaginación y las peñas gastronómicas se han ocupado durante años de tejer más de una justificación histórica para el Desarme ovetense. La más plausible entre las decenas de versiones que circulan podría ser que en 1836 los vecinos, defensores liberales, no ofrecieron resistencia al ataque de los tradicionalistas. Por el contrario prepararon un rancho abundante y cuando los batallones que habían tomado la ciudad dieron cuenta de él y se tumbaron a dormir la siesta, aprovecharon para desarmarlos.

Pero en el origen de cualquier puchero y de cualquier leyenda se encuentra la olla. Por el repaso que hace Álvaro Cunqueiro de las cocinas del Imperio sabemos que hubo una vez en Maguncia una ilustre viudita, muy compuesta y de formas bien hecha, pelo dorado y toca negra, que volvía locos a todos los que la conocían. Su marido, que cayó víctima de unas fiebres, pertenecía a la nobleza de Nassau, a los veintiuno de Zollhaus que compartían con los cuadrilleros de Wetzlar el privilegio de la olla podrida para los viernes de cuaresma.

La popular olla existe desde que allá por el año 1000 cada una de las cuadrillas aportaba sus ingredientes al condumio donde todos metían el cucharón para comer. Los de Zollhaus y Wetzlar, con sus capas y sombreros de plumas de faisán, acudieron al entierro del marido de la infortunada viudita, que un tiempo después se quedaría embarazada sin saber por qué y acudió en peregrinaje a Compostela para ver lo que opinaba el Apóstol. Santiago, tras escuchar su desconsolada versión, la dejó sana y libre de culpa.

En una noche, cuenta Cunqueiro, «se resumió el vientre de la viuda», que al regresar a Maguncia fundó una iglesia del Apóstol, a la que acudían cada año a rezar los veintiuno de Zollhaus y los cuadrilleros de Weltzar. Con sus cucharas dispuestas para comer en la olla. La reputada olla podrida, durante décadas plato fuerte de la cocina española y remedio contra las hambres en el Siglo de Oro, era mucho mejor que el insípido pot à feu de los franchutes. En ella está el origen del cocido de garbanzos, el «coci de los gabrieles», y de otros pucheros regionales ilustres: el cocido maragato, el montañés, el canario, el gallego, la olla de berza, los citados garbanzos con bacalao y espinacas, la escudella catalana, etcétera.

En la olla podrida o de los compañeros, los garbanzos, después de permanecer en remojo, se ponen en agua hervida a cocer con el morcillo de vaca, el cabezal de cerdo deshuesado, el pie, la oreja, lavados y soflamados. Luego se incorporan el jamón y la gallina. Se cocinan a fuego lento, espumando el caldo, una hora. Más tarde se añaden el pichón, la longaniza, la cabeza de ajos tostada y una cebolla pelada con unas incisiones en la parte más carnosa. Finalmente, se remueve y agregan la patata y la col troceada. El resto: cocinar todo ello una hora y media más, hasta que los garbanzos queden tiernos. Estar pendientes de una olla no forma parte ya de la vida moderna, pero en este popurrí, más allá de los garbanzos, lo que no podía fallar eran las verduras y el tocino. «Olla sin verdura no tiene gracia ni hartura». O «no hay olla sin tocino, ni sermón sin agustino», observa el refranero.

En su Breviario del cocido, el alcarreño José Esteban, ofrece un repaso singularísimo de esas ollas humeantes que han combatido el hambre de los españoles durante siglos. Unamuno decía aquello de que allí donde se halla un cocido está mi patria. Y la patria estaba por todos los rincones, no sólo en Madrid, sino también en Oviedo y otros muchísimos lugares. Baste recordar La Regenta: «Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y la olla podrida€ ». Otro ejemplo de leyenda gastronómica pesa sobre los Países Bajos y uno de sus platos esenciales, el insípido hutspot, un cocido de carne, patatas, cebolla y zanahoria, que la historia atribuye a los defensores de Leiden, aunque más justo sería hacerlo a sus sitiadores españoles. Según se ha difundido, estos últimos cuando abandonaron el asedio dejaron atrás los pucheros en plena cocción sobre los que se arrojaron los famélicos residentes de la plaza. La costumbre se perpetuó, salvo los garbanzos que dejaron aquellas tierras a la vez que lo hicieron nuestros tercios.